María Victoria Atencia

María Victoria Atencia nació el 28 de noviembre de 1931 en Málaga (España), donde todavía reside.
Es una apasionada de su tierra y en su obra ha manifestado lo que en ella produce, siendo el mar uno de los elementos más reincidentes de su poesía.
En diversas entrevistas, la poetisa, ha contado que su acercamiento a la poesía lo tuvo gracias a su esposo, Rafael León, quien al notar que ella tenía dotes para este arte se convirtió en su mentor y editor y la motivó para dedicarse completamente a la poesía.
Actualmente es académica de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo y consejera del Centro Andaluz de las Letras de la Junta de Andalucía y del Centro Cultural Generación del 27. A lo largo de su carrera ha ganado diversos premios como el Nacional de la Crítica, el Luis de Góngora de la Letras Andaluzas y el VII Premio Federico García Lorca. Además es Hija Predilecta de Andalucía.
Algunas de sus obras publicadas son "Arte y parte", "El coleccionista", "Paulina o el libro de las aguas" y "El hueco". En nuestra web podrás leer algunos de sus poemas, tales como "La ardilla", "Laguna de Fuentepiedra" y "Epitafio para una muchacha".

Poemas de María Victoria Atencia

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de María Victoria Atencia:

La casa

Me adentraba en ella -ante mí en la cubierta del libro-,
en su planta cuadrada y un silencio en sus muebles que adivino o invento:
podría pintarla como cuando era niña y abrir con una cuchilla sus ventanas,
porque ella era mi mundo inserto en otro mundo de intimidad discreta
que yo invadía y daba a los demás.
Lo que en ella pasaba -un perro, una bombilla- me resultó feliz.

Rosa

          En el joyero Tiffany′s se marchita una joven
rosa de Jericó.
Sólo al costado mismo de la muerte comienzan
su plenitud las rosas
tras la ruptura última del quicio de la sed.

La marcha

          Eramos gente hechas al don de mansedumbre
y a la vaga memoria de un camino a algún sitio.
Y nadie dio la orden. -Quién sabría su instante.-
Pero todos, a un tiempo y en silencio, dejamos
el cobijo usual, el encendido fuego que al fin se extinguiría,
las herramientas dóciles al uso por las manos,
el cereal crecido, las palabras a medio, el agua derramándose.
No hubo señal alguna. Nos pusimos en pie.
No volvimos el rostro. Emprendimos la marcha.

Sazón

Ya está todo en sazón. Me siento hecha, 
me conozco mujer y clavo al suelo 
profunda la raíz, y tiendo en vuelo 
la rama, cierta en ti, de su cosecha. 

     ¡Cómo crece la rama y qué derecha! 
Todo es hoy en mi tronco un solo anhelo 
de vivir y vivir: tender al cielo, 
erguida en vertical, como la flecha

     que se lanza a la nube. Tan erguida 
que tu voz se ha aprendido la destreza 
de abrirla sonriente y florecida. 

     Me remueve tu voz. Por ella siento 
que la rama combada se endereza 
y el fruto de mi voz se crece al viento. 

La rueda

    Verdad es que en el mapa figuraba distante, que una rueda 
de mi maleta iba gimiendo, y que en las bocacalles 
su cansancio exponían con razón mis tacones. 
Signos quizás de pérdida -de la esperanza al menos- en la ciudad oscura, 
con mi mapa y más calles de rótulos vedados. Y ese joven 
que no sabría decirme sino el raído azul de su bufanda 
cuando busco un cobijo, de palabras siquiera. 
Andar y desandar con la ciudad ajena como albergue 
no mío: dádiva y negación a un torpe rodamiento 
que, de improviso, si esta es la Torre de la Pólvora, 
acalla su insistencia en dar fin al viaje.

                                

Casa de los baños

    En dañados espejos un azogue de muerte 
revoca el esplendor morado de los lirios. 
¿Podréis reconoceros bajo el palio sin techo 
de las aguas hediondas? Ocho columnas cercan 
la majestad del baño, mientras corroe el óxido 
el metal de los grifos, deja su mancha roja 
sobre la porcelana o se aquieta en el mármol 
de una tina sarcófago a ras de las baldosas. 

    El reloj ha perdido sus agujas, y un tiempo 
de Luchino Visconti impone su vigencia 
a los sucios colchones que en el desván se apilan 
y a la vida que vuelve a cruzar estas puertas.