Llanero (IV)

Cuarta parte de la novela corta «Llanero», por Teresa Domingo Català.

IV

Joe encontró un hueso y empezó a mordisquearlo. Habían pasado algunas horas y tanto él como el vagabundo estaban secos. El hombre ya había metido sus pertenencias en la mochila. Estaban en la ladera que conducía a Llanero, por la parte contraria que conducía al río Seco. Ellos habían partido del valle, pasado el río Negro, y sin prisas sus pasos les dirigían a Llanero. El perro dejó el hueso y empezó a olisquear entre la maleza. Iban despacio, sin prisas. Habían almorzado un bocadillo y dos salchichas, respectivamente y, saciados, llenas las cantimploras del río Negro, no tenían prisa por llegar a ninguna parte.

Joe saltaba entre los matojos, y el hombre sonreía al verle jugar. Él también saltaba entre los matojos y, no supo en qué momento, se pusieron a jugar los dos, hombre y perro, aunque, como es natural, en semejante juego ganaba siempre el cánido.

Avistó el final de la ladera, y allí había una casa que se estaba desmoronando o al menos esa era la impresión a simple vista. En frente de la casa había un cerezo, de las cerezas no había ningún rastro, acaso los pájaros se las comieron todas. Las flores crecían, había rosales con rosas rojas, con rosas amarillas y también con rosas de color rosa. Estaban descuidados, con hierbajos y flores secas, pero el olor a rosa era agradablemente dulzón, como un veneno que mata, pero con suavidad. Una mujer estaba arrastrando un par de ramas secas, para partirlas y hacer leña con el hacha que le colgaba del cinturón. Todavía no podía verles pero pronto entrarían en su campo visual. Y sí, diez minutos después, el vagabundo y Joe se acercaron a la mujer que cortaba leña.

La casa, en efecto, era muy vieja. Lo que se veía desde fuera era un construcción de piedra, sin encalar y sin pintar, con una fecha en la fachada, 1852. Se dejaban ver algunos agujeros mal rellenados con cemento, y parecía que la masa quisiera escapar por las rendijas que la aprisionaban. El contraste con el cerezo era enorme. El árbol se erguía como si un ser perteneciente al reino vegetal pudiera tener orgullo, con unas ramas frondosas que hacían frente a la decadencia con una pulcritud sublime. Las hojas, todavía verdes, se frotaban las unas con las otras en un arrullo plenamente veraniego.

El vagabundo quizá captó el contraste entre la casa y el árbol, quizá no, lo que sí es cierto es que toda su atención estaba dirigida a la mujer. Ella se había vuelto de espaldas justo cuando Joe y el hombre se acercaban a ella. Vestía de negro de la cabeza a los pies. Llevaba un pañuelo viejo, sucio y desgastado. Un vestido también de color negro la cubría. Llevaba unas zapatillas que se rompían por las costuras. De repente, la mujer se giró, tal vez se sentía observada. Buenas tardes, dijo el hombre, no tema, él se llama Joe, dijo señalando al perro, yo no tengo nombre. La mujer le miró fijamente, sin hablar. Cómo se llama usted, preguntó el hombre y la mujer siguió sin contestar. Supongo que he llegado a Llanero, debe usted vivir en las afueras del pueblo. Ella continuaba muda, mirando fijamente al hombre. El perro no le preocupaba, era un animal mestizo, pensó la mujer, de color canela con el hocico negro y las patas medio blancas. El hombre habló, le comentó que no tenía nada que temer de él, soy inofensivo, dijo, me gano la vida trabajando en algunas casas a cambio de comida y lecho. Podría ayudarla con la casa, da una impresión terrible. Entonces la mujer le dijo que se llamaba Kara y sí, vivía en las afueras del pueblo. No estoy bien considerada, habló la mujer, no me quieren cerca de ellos. Puede ayudarme con la casa, yo a cambio puedo darle algo de carne, pero dormir no, dormir duerme en el campo, porque a mi casa no entra ningún hombre.

Así fue como el vagabundo conoció a Kara. El vagabundo, debido al baño en el río, iba relativamente limpio. El sudor de la subida por la ladera le corría por la espalda y por el pecho, y cómo no, por la frente. Kara también estaba sucia, de trajinar con ramas secas y de partir leña. Aún no lo hemos comentado, pero el vagabundo tenía unos cuarenta y cinco años, algún año arriba, algún año abajo. Kara tenía sobre los cuarenta, quizá un poco más, acaso un poco menos. Pero parecía más vieja. El hombre le calculó unos cincuenta, en un cálculo equivocado. Él llevaba un pantalón azul, quizá un tejano muy viejo, y una camisa grisácea que tal vez hubiera sido marrón. Calzaba unas alpargatas de un azul marino oscuro. Debe cambiarse de ropa si quiere vivir aquí unos días, debe vestir de negro. A veces se acerca alguien a esta casa, si le ven con esta ropa estará todavía peor considerado. Y por qué, preguntó el hombre. Porque estar cerca de mí ya es motivo de rechazo, además, los forasteros no paran en Llanero, pasan de largo.

No he visto a nadie en toda la ladera, ni en los campos. No sé, contestó Kara, es extraño que nadie esté cultivando, no tengo idea de lo que ha podido pasar.

Kara era rubia, y tenía unos ojos azules que resplandecían en su piel sonrosada. Ha sido guapa, pensó el hombre, una verdadera belleza cuando era joven. Kara no se fijó en el hombre. Éste era moreno, con los ojos grandes y oscuros, y su mirada parecía traspasar la capa superflua de la piel para adentrarse en mares escondidos, como si tuviera Rayos X que taladraran la carne, la sangre, los huesos y las vísceras.

Kara se desentendió del hombre. Ató la leña con un cordel, y se la llevó dentro de la casa. Ella entraba y salía y el hombre la miraba, asombrado de que una mujer pudiera tener tanta fuerza, pues la leña era gruesa y los fajos pesados y difíciles de transportar. El vagabundo no sabía que, desde niña, Kara estaba acostumbrada a realizar trabajos considerados masculinos, pues era hija de madre sin padre, hija única. Cosa rara en un pueblo donde las parejas tenían muchos hijos.

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Comentarios1

  • erika castillo

    Hola bueno lei todos los poemas y estan muy bonitos me encantaron espero m e sigan mandando mas , quiero saber si me podrian manadar uno k se de cuando quieres as alguien pero el te innora mucho adarle saber por el poemas lo k yo sinto al k el te innore cren k si me puedan mandar uno de esos se los agradeseria.



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