
En la película «La sonrisa de la Mona Lisa» hay una escena en la que la profesora de arte intenta inculcar a sus alumnas una nueva forma de entender el arte. Fuera de todo lo que digan los libros, observando las obras y estableciendo un juicio, sin tener que citar a tal o cual intelectual.
En la película este hecho va mucho más a fondo, porque a través de esa enseñanza esa profesora (a la que muchos consideran subversiva por decir lo que piensa y que eso sea diferente a lo pautado por la sociedad) busca hacerles entender que es posible salirse de las normas, y que las cosas que todos proclaman como necesarias o imprescindibles en la vida, no necesariamente son buenas. Y Alejandra Pizarnik es seguramente el ejemplo de que es posible salirse de toda regla, inventar un nuevo idioma, una simbología propia y hacer una poesía exquisita.
La escritora venezolana Patricia Venti, escribió un libro titulado «La escritura invisible» acerca del discurso autobiográfico en Pizarnik, un texto muy interesante que no sólo sirve para analizar la poesía de esta preciosa poetisa, sino también para entender la expresión autobiográfica en la literatura.
Venti señala que algunos de los temas reincidentes en la obra de Pizarnik son el silencio, la muerte, la soledad y la infancia y dice que seguramente no podemos hablar de esta poetisa sin mencionar su relación con cada uno de estos elementos. Eso intentaremos hacer en este artículo.

La soledad inefable y lastimera
En muchos autores la soledad ocupa un espacio primordial, así en la obra de Pizarnik podemos encontrar varias referencias a ella. Si bien a simple vista puede parecer un elemento con un tinte de poética y nostalgia, encierra vivencias muchas veces dolorosas y difícilmente olvidables.
Ya he dicho en alguna ocasión que todos escribimos por algo, sin embargo generalmente se da que algunos poetas y poetisas lo hacen como una forma de expresar aquello que de otro modo no pueden decir, ¿es la soledad en Pizarnik una de esas cosas?
Se sentía sola, pero lo más fuerte de esa angustia es pensar que siempre se sintió extranjera en una tierra que era la suya, pero que no le pertenecía. En cierta ocasión, cuando ya era una prestigiosa poetisa argentina, escribió que para ella ser considera como tal era una «imagen absurda».
Hay un viejo refrán que dice que nadie es profeta en su tierra, sin embargo, cuando te pasás la vida en tierras de nadie, cuando a ningún lugar podés llamarlo claramente hogar porque te sentís de otro planeta, ese dicho se vuelve todavía más fuerte porque indica que nunca conseguirás llegar a nadie. Pese a ello, a que en ella todas estas cuestiones se hicieron realidad, Alejandra consiguió un lugar imposible de ser borrado en la literatura llegando a ser considerada como una de las voces imprescindibles de nuestro siglo… Sin embargo me pregunto, quienes amamos su obra ¿realmente entendemos el sentido de sus palabras? Nos emocionamos por frases como:
Pero ¿no vemos acaso la tristeza que encierra?
La soledad a Pizarnik la llevó por caminos desiertos y la condujo inevitablemente al suicidio. En toda su obra y en la propia vida de Alejandra, silencio, soledad y muerte eran términos entrelazables y casi sinónimos, parecían acompañar cada uno de sus versos, y también fueron reincidentes en varios fragmentos de sus diarios.

Sobre su infancia
Nada mejor para hablar sobre esas cuestiones tan personales como lo son las experiencias del pasado, como a través de la poesía o las obras; por eso he pensado en adentrarme en la infancia de Alejandra a través de un fragmento de uno de sus poemas, el cual se los recomiendo altamente, se llama «Origen».
Éste es para mí uno de los poemas más hermosos y más triste de Alejandra. Puede que me atraiga porque me evoca una angustia de otro tiempo, el período de la infancia donde la soledad y los amigos invisibles parecen los únicos capaces de salvarte.
Porque hasta que encontramos esa frase que es solamente nuestra, que nos salva, que nos permite existir, debemos pasar por situaciones en las que no siempre somos felices… La tristeza es seguramente una de las peores sensaciones de la infancia, sin embargo muchos la hemos tenido, hemos convivido con ella durante años sin siquiera ser capaces de exteriorizarla. Supongo que eso le pasó a Alejandra, dudo que haya conseguido encontrar esa frase, pero ojalá me equivoque.
Quizás en el último minuto de nuestra existencia todos podamos encontrar esa palabra mágica que nos transporte y que nos permita olvidar que nada hay más allá de la infancia, que lo que en ella vivimos nos acompaña siempre y que nada puede curar esas heridas. Una frase que permita hacer de esos recuerdos que lastiman un poemario, una novela, una obra de arte que nos permita creer que todo eso no valió la pena pero que nosotros fuimos capaces de darle un valor, para que todo ese sufrimiento no haya sido en vano.

La muerte inexorable
En una nota de Emilio Gimenez Zapiola, publicada en el año ´72 en la Revista Gente, dice que puede imaginar a Alejandra abriendo el frasquito de seconai sódico (que utilizó para quitarse la vida) y extraer la cantidad de pastillas que ella sabía de antemano que necesitaba para morir, y luego…simplemente irse.
Al releer esa frase pienso en lo terrible que debe ser tener que pensar y ser consciente de lo que uno necesita para morir, la dosis exacta que te permitirá dejar de respirar, cuando lo que sabés que necesitás para vivir es imposible de alcanzar, ¿puede haber una razón diferente para escoger la muerte que no sea la de dejar de sufrir angustia?
¡Me parece tan terrible la muerte en los ojos de un suicida! Porque es la desesperación haciéndose cargo de la situación, es una salida que saben conducirá a la nada, pero como también son conscientes de que todo lo posible en la realidad no les sirve para ser felices, les hace daño y les recuerda constantemente aquello que nunca serán capaces de tener y los demás sí, esa nada parece ser más tentadora que la propia existencia.
Para Alejandra la muerte era una presencia constante. Acechaba para arrebatarle la cordura cuando sus fuerzas flaquearan, pero no fue lo suficientemente poderosa como para sumirla en la depresión y obligarla a dejar de escribir. Al menos, le permitió ser un poco eso que tantos otros no pueden, y convertirse en una de las poetisas más impresionantes con la que nos hayamos encontrado jamás.
Zapiola expresa que en varias ocasiones propuso en los sumarios el nombre de Alejandra para hacerle una nota, sospechando que un día sería demasiado tarde… Y fue tarde, nunca llegó a realizar tal nota y por eso escribió aquella carta reportaje que concluía diciendo:
Cuando Pizarnik falleció todos comenzaron a hablar de ella como de una poetisa maldita. Mujer, judía, hija de emigrantes, esquizofrénica y suicida, son algunas de las formas en las que es presentada. Y todo esto ha llevado a confundir su yo poético con el yo creador, confundiendo así su vida con su obra. De todas formas, pese a que muchos se inclinan y se dejan llevar por esta afirmación tan banal, tan poco realista y por otro lado, tan mítica, otros tantos preferimos inclinarnos por proclamar la radical innovación que Alejandra Pizarnik ha hecho de la escritura y esa trasmutación que consiguió de su vida a través del lenguaje.
