Víctor Botas

Víctor Botas nació en Oviedo en 1945 y falleció en esa misma tierra en 1994. Fue un destacado escritor que se caracterizó por no dejarse invadir por las nuevas tendencias creativas sino que se mantuvo en un registro respetuoso de las tradiciones lingüísticas, como lo hicieron otros escritores como Miguel d'Ors o Jesús Munárriz.
De niño, Botas era un lector apasionado de las leyendas antiguas y la literatura clásica, lo cual se vio claramente reflejado en su estilo literario, donde suelen aparecer personajes mitológicos y nombres que remiten a viejas historias conocidas por todos.
Se recibió en la carrera de Derecho y trabajó como abogado durante varios años, compaginando dicha labor con la escritura y la enseñanza universitaria.
Entre sus obras poéticas más importantes se destacan "Las cosas que me acechan", "Carboneras de Guadazaón" y "Las rosas de Babilonia". Además publicó textos narrativos como "Mis turbaciones", "Yanira" y "El humo del Vesubio" y, junto al poeta José Luis García Martín, participó de la antología "Las voces y los ecos".
En nuestra web podrás leer algunos de sus poemas, tales como "Amanece en la playa", "Ante una efigie de Sargón el viejo" y "Huellas durmientes en el Palatino".
Cabe mencionar que con su poemario "Historia antigua", Botas quedó finalista en el Premio Nacional de la Crítica.

Poemas de Víctor Botas

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Víctor Botas:

Roma

¿Recuerdas una tarde en que te puse flores
granates en el pelo, allá en el Aventino?
Parecías talmente una diosa pagana.
O mejor, una ninfa: la Dafne legendaria
que jamás tuvo Apolo, por obra de los dioses.
Esa tarde aún espera su momento preciso,
temblando en cierta página de un libro ¿Y aquella
noche antigua, su tibieza de estío, rodeados
de faunos y bacantes, de amorcillos inquietos,
en un café de Vía Veneto? ¿La recuerdas? Reías,
reíamos los dos, reíamos como antes
no habíamos reído en nuestras vidas. -¡Oh Dios,
qué sensación maldita de vivir, insoportable, extraña,
de la que nadie me aliviaba! Fue,
fue como si todo, todo, se hubiera ido borrando (el tráfico,
la puerta Pinciana iluminada y ocre, el orgulloso
Excelsior) y tan sólo tú y yo quedáramos en Roma;
solos tú y yo y esa luna tranquila y silenciosa
de todos los amantes, una luna muy pálida y muy grande,
una luna
que también se reía, redonda en su alto cielo cárdeno
y cargado de astros, de estrellas y de dioses,
mil veces más antiguo que el gran cielo de Júpiter.
Solos tú y yo en el mundo, cogidos de la mano
por el Campo dei Fiori. Solos tú y yo en el mundo
por Vía del Babuino, por el Corso, al pie
del viejo arco de Tito, bajo las rotas bóvedas
del Foro de Trajano. Y aquel lento vagar como embrujados
por la villa Borghese o arriba, en el Janículo,
con la ciudad convulsa a nuestros pies,
con la ciudad herida a nuestros pies,
con la ciudad sufriendo a nuestros pies,
adormecida
igual que si acabara de salir
de un ataque epiléptico.
¿Recuerdas todo eso?
También hubo un paseo junto al río: mirábamos
sus aguas que arrastraron graves togas,
cadáveres e imperios,
y batallas y puentes. De uno de ellos te dije: ese
es el puente Emilio, Dafne. ¿Lo recuerdas?
El púrpura del cielo flotará cada día en las colinas
al caer el crepúsculo.
Pero lo más curioso
(lo más curioso, Dafne)
es que nunca estuvimos
tú y yo juntos en Roma.

Florencia

Una luna encarnada
allá en el aire
y sola
El repentino aroma
de un ramo de violetas
al salir
de un café
en vía Clazaiuoli
Aquella
rosa herida
de muerte entre los pliegues
de seda del crepúsculo
El puente
El frío
Arno
Fiésole
Los cipreses
soñando en las colinas
La noche
la de siempre
la de todos
los días
ésa
la que ya se te enreda en las pestañas

Mis jóvenes amigos

La espuma y altas proas en la espuma
de las playas de Italia y de Virgilio.
Ese Eça de Queiroz -tan estirado,
y toda la ironía que se trae en sus páginas.
París, que se resume en las mañanas
grises de Simenon. My rose, my rose,
tenue final de un soneto de Shakespeare
que hoy quisiera olvidar.
Ah, mis amigos,
mis jóvenes amigos, tan cachondos.
Mis amigos más fieles, los que nunca
nunca, ni a bien ni a mal, me dejan solo.
Nulos, anonadados, perfiles ya
en brazos de la muerte y sin embargo
aún conversan conmigo tan pimpantes.
(Pero de qué me valen todos ellos
si a mi rosa de júbilo y de espanto
la separan de mí, como la fiera,
espacio y tiempo y ritos y temores.)

Medina Azahara

Dos miradas se amaron en secreto
durante muchos años. Dos palabras
no dichas. Dos palabras que nadie
habrá de pronunciar. Pobres tesoros
que guardan pobres páginas. (Lo mismo
que este roto jardín, el delicado
amor de Abderrahmán.)

A Paula

Un día me verás, en la distancia
de los años ya idos, como siempre
sentado en mi escritorio o dedicado
a comentarte cosas. A mi lado
también te verás tú, perenne niña
de avizorados ojos sonrientes.
Pero no seré yo, ni tu mirada
tendrá el calor de antaño: serás vieja
y, en torno a ti, otros niños de insondables
miradas jugarán y será alegre,
y habrá melancolía en tu mirada,
y el tiempo habrá borrado estos momentos
en que escribo un poema y me preguntas
¿juegas al ajedrez? -Estoy llorando
porque sé que esto es cierto y, algún día,
querrás jugar -¿con quién?- inútilmente.

Tienes ojos extraños

Tienes ojos extraños.
Palpitantes caderas con inquietud de río.
Lentas ondas oscuras que tiemblan en tu frente
como algas mecidas por las olas.
Tus manos bien podrían alzar en vilo el mundo,
frío cáliz de espanto ofrendado a los dioses.
Suspiras y es mi pecho quien absorto suspira.
Te mueves y soy yo quien se agita y disloca.
Sonríes y provocas la muerte en quien te mira;
una muerte instantánea: la muerte de los héroes.
Eres, pues, peligrosa, como un tigre en la jungla
bajo la luna pálida. Eres más: eres todo,
todo un peligro público. Y lo sabes, bandida.
Te estoy diciendo esto desde el fondo del pozo,
tieso ya, amortajado, la barba de diez días
y lleno de gusanos que me sueltan las uñas.

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