Como en una ciudad

Omar García Ramírez

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Como en una ciudad
donde los poetas bohemios
saliesen a comprar mandarinas y manzanas
después de la borrachera,
con el sol rompiendo tímidamente el frío del invierno,
fumándose el último cigarrillo del gabán negro.
Con sus bufandas
sobre los cuellos calientes y sudorosos de caballos empapados de bruma,
pensando en despedirse para siempre de la noche,
la de los labios rojos con pinturas acrílicas y fosforescentes,
la de las medias negras
de seda china,
falda de Bangladesh y pequeño tatuaje sobre el lomo elástico de la perra asiria.

Pensando en olvidarse para siempre de la noche, está el hombre...
“Así se mueve este corazón
sin paisaje ni background.
Solo la tela roja de una bufanda que rueda sobre los senos de una poetisa eslava con pequeñas heridas en las pantorrillas.
Una poetisa que gritaba como Lilith, el día de su acoplamiento con Adán kadmón, bajo el árbol de la ciencia.
Una poetisa que venía de la última manifestación contra la globalización en Viena”.
Así entre esa nomenclatura de nombres ibéricos, o de garitos caribeños con gendarmes socialistas... Así como huyendo desde el puerto de Nueva York,
hasta los burdeles de Amsterdam. Así va entre el extraño tumulto que brota de los tunelvanags, de los subways de los metros y garés de la babilonia terrestre.
Como si en las ciudades
de ojos rojos, ojeras azules
y alientos de tabaco, estuviesen escritos
los símbolos de una revelación mesiánica.
Así va ese hombre.
Escribe y trata desde hace tres años de decir algo que conmueva a su lucidez
y la invite a sentarse en el sillón turco de una placidez elemental.
O algo que cause pánico o risa,
pero lo único que consigue es
aterrarse ante el famélico espejo de sus noches, rayar sobre la pizarra de su alma símbolos de yeso y nieve,
decir chistes crueles sobre la condición del exilio,
y fumar, como fuman los condenados a muerte.
De vez en cuando, saca de su chistera un conejo rojo y lo prepara a las finas hierbas orientales, con un sabor que le deja una risa saltarina en el estómago.

¿Qué buscaba en las palabras ese hombre, desde niño?
¿Qué mito de papel le asaltó y le enfermó?
Él se aplicó con puntualidad, su dosis de fe y de locura,
inoculado con el poema venenoso
como una pequeña hidra de brazos metálicos
que se retorcía en sus neuronas,
recorrió los puertos
y las calles
cercanas a los templos de Afrodita.
Y profanó las criptas de los adoradores de Lilith.
Sabe que en su cabeza baila un demonio.
Que en su corazón
la danza será a muerte, que no podrá escapar de la noche,
a no ser
que se refugie en el asilo,
en donde irán a visitarle y a llevarle arenosos chocolates de Estambul, mutantes persas con caras de camellos
paranoico-perversos.
Que en su pecho el humo del cigarro en la madrugada le irritará las palabras,
le resecará la prosa y enanitos de barro cuarteado
danzarán ruidosamente sobre sus cuartillas...
Que ese otro rostro
de muchacha ligera tomando café y comiendo manzanas será
tan solo una imagen más,
ajada postal del extranjero,
callejuela empedrada...
Piedra negra, sobre piedra blanca,
casas antiguas, sin puertas ni ventanas,
y vías que no conducen a ningún lado.
Las cartas que envió no obtuvieron respuesta...
Seguramente se perdieron
en las compuertas de los aviones o en los pasillos azules
por donde transcurren
somnolientos y salitrosos los burócratas de los correos.

Sabe que no puede mirar atrás.
Que nunca podrá regresar.
Que nunca podrá despertar del sueño de las ciudades agonizantes.
Ahora está metido en su madriguera
la luz acuchilla los cristales sucios
con las cagadas de las moscas.
Sobre la mesa
de madera y metal,
la dosis...
El torniquete de caucho,
la jeringa penetra
la vena dejándole un río de volcán caliente en la piel...
Ya, la felicidad helada con su beso boreal,
la pared en blanco, el nudo del zapato,
la mancha de la manzana transgénica
que se desdobla
como una mariposa vegetal
contra una cortina raída,
sobre la que se empantana
la mañana de Madrid.
El zen de la heroína es una forma elástica de la muerte.

Detrás de la cortina,...
afuera, en la calle,...
la ciudad aúlla
como una zorra herida,
desangrándose en la trampa.

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