Relación de los hechos

José Carlos Becerra

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Esta vez volvíamos de noche,
los horarios del mar habían guardado sus pájaros y sus anuncios de vidrio,
las estaciones cerradas por día libre o día de silencio,
los colores que aún pudimos llamar humanos oficiaban en el amanecer
como banderas borrosas.

Esta vez el barco navegaba en silencio,
las espumas parecían orillar a un corazón desgarrado por los hábitos de la noche.
Algo teníamos en el tumbo lejano de las olas,
en la vaga mención de la tierra que en la forma de un ave el cielo retuvo
un momento en la tarde contra su pecho,
algo teníamos en el empuje ahora sosegado, fresco y oscuro de las mareas.

Más allá del mensaje radiado por los cabellos de los ahogados,
de la bajamar que deja grises los labios como el dolor inexperto,
de las maderas podridas y la sal constituida por el crimen de las aglomeraciones solitarias,
del pecho marcado por el hierro del silencio; más allá,
el chillido del pájaro marino que demuele la tarde con un picotazo en el poniente,
la mujer que atraviesa la noche con una inscripción azul en los ojos,
el hombre que juega distraído con el amanecer como con un cuchillo filoso y deslumbrante.

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
la respiración apaciguada de los dormidos como si no descansaran sobre el mar,
sino a la sombra del hogar terrestre.
Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
el ritmo latente del otoño que se acerca a la tierra para enumerarla.

Así nos tendíamos en el túnel secreto del amanecer,
alcobas que nos asumían fuera de horarios,
hoteles señalados para dormir bajo el ala del invierno,
en el recuerdo contradictorio que se establece en nuestro corazón como un depósito de estatuas.

Sólo hablábamos debajo de la sal,
en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en la espesa humedad de la madera.
Sólo hablábamos en la boca de la noche,
allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían olvidando.
Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,
y la Palabra, la misma, devorando mi boca,
comiendo como un animal hambriento en el corazón de aquel que la padece y la dice.

Yo miraba igual que los ríos,
verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la eternidad retiraba de la muerte
igual que retiran el vendaje de la herida curada.
Yo descubría pasos en el amanecer
y me cegaba aquel silencio que como mano oscura
parecía cubrir la vida de todo lo dormido.

También el mar volvía, volvía el amanecer con su cabeza incendiada.
Y yo reconocía en el olor de la brisa la cercanía de las estaciones,
el lenguaje que despierta en la boca de los dormidos
como un enjambre de insectos húmedos y brillantes.

Y tú también volvías, volvías de alguna forma de mirar, de algún desenlace;
vana donde tu cuerpo carecía de espacio, en tu propio centro de navegación,
en ese espacio que tu tristeza concedía al rumor de las aguas.
Incorporabas tus ojos al desenlace nocturno,
meditabas tu sangre en todos los espejos penetrados por el animal de la niebla.

Y eras tú, de pie en tus ojos, como aquella que alimenta su desnudo con viento,
tú como la inminencia del amanecer que rodea con un corazón amarillo a los labios.
Tú escuchando tu nombre en mi voz como si un pájaro escapado de tus hombros
se sacudiera las plumas en mi garganta;
desenvuelta y solitaria, con entrecerrada melancolía, mirándome.

Y éramos los dos asiduos a las lluvias que desentierran en
esa pregunta que pesa tanto en los labios, el otoño al abismo,
que cae al fondo de nuestra voz sin remedio
o se agazapa en un rincón oscuro como un perro asustado
al que es inútil llamar dulcemente.

Y sin embargo, allí estábamos,
allí estábamos cuando las manos se enlazan y rozan al corazón soñoliento
como una suave advertencia,
en esa búsqueda, cuando el presentimiento de los cuerpos son los labios.

Cuerpo de viaje cuya mejor señal es una cicatriz de nube,
tú también habías escuchado en quién sabe qué momento del sosiego nocturno,
ese rumor de tela que va enlazando al océano cuando amanece,
esa primera tibieza destinada sólo para los cuerpos enlazados.

El primer rayo de sol ya ponía su adelfa en el agua,
y un roce de astros, de manos más pálidas que el esfuerzo de atardecer,
aún tocó el horizonte que el mar retiraba.

Esta vez volvíamos,
el amanecer te daba en la cara como la expresión más viva de ti misma,
tus cabellos llevaban la brisa,
el puerto era una flor cortada en nuestras manos.

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