Guillermo Pilía

Poemas de Guillermo Pilía

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Guillermo Pilía:

Sobrevivientes

Se congregan junto al fuego de la playa
y la hoguera se extingue con los primeros atisbos de la aurora.

Luego duermen hasta que el mediodía
los despierta con una extraña confusión
de sol tórrido y brisa marinera.

Pasan las horas de la tarde
contemplando el flujo y el reflujo de la costa
o se van a los acantilados a contemplar el panorama
de la bahía, el arribo del utópico buque que los rescate.

Y cuando la tarde también claudica,
por haber perdido ya la esperanza en las plegarias,
para los hombres serenos escriben un mensaje
y arrojan al mar la cotidiana botella.

Isla en el pensamiento

Noche junto al río. Serena emerge
esta isla en el pensamiento,
en el recuerdo de los días infinitos:
grandes vigas de madera que se elevan
desde el agua, gigantescas agujas
de relojes lunares, o tal vez plegarias
por los muertos insepultos. Maderas
de pie como cimientos
de antiguos palafitos,
despojadas de vida, olorosas a peces,
negras por el alquitrán
de los buques petroleros.

Retorno del canto: amarran en las vigas
los barcos de huesos que arriban
desde el fondo del río;
y grandes hortensias
llevan a sus tumbas subfluviales.

Encrucijada del recuerdo

Canto del corazón, que en la noche
poblada de mitos se une
al silencio de la llanura,
al sueño de los potros, a la vigilia
de las aves de los campanarios:

en esta encrucijada del recuerdo
que llamamos infancia,
vuelve tu confusión de aguas y tierras,
de tiempos de aprendizaje, de tiempos
de visitación y vendimia.

Canto del corazón: en tus regiones
somos de nuevo como un dios niño
persiguiendo a su hermana,
como el temor al huracán y el amor a las islas
que naufragaban en el delta.

Visitación a las islas

Aire de siglos inundaba las avenidas populosas,
los altos campanarios, los árboles
inmortales de la infancia. Con el fresco de la hora
perfumaban los comercios, los puestos de fruta
y el pregón de los feriantes matutinos.
Bienaventurado
quien podía gozar de aquella mañana
con ojos transparentes.

No tardarían las fiestas: el alma se preparaba
como para un día de campo,
de visitación a las Islas;
la iglesia adquiría un rumor de bienvenidas.
Bienaventurado cuando gozaste de aquella mañana
con ojos transparentes, cuando recordaste
como un viejo cuento perdido en la memoria
la parábola del Pródigo

Atenuante

Debemur morti, nos nostraque.
Horacio


La ostra,
este molusco ignorante, impasible,
este pez de boca cartilaginosa
que navega hacia la isla
y los austeros acantilados de basalto,
están sujetos a la muerte.
También el hombre y la mujer que en la playa
miran la estela del esquife.
Todo está predestinado al disgregarse,
todo cumple el ciclo de retornos
hacia el punto primero.
Acepta la ostra, ignorante,
su destino de valva vacía;
acepta el pez de superficie
ser bocado de petrel;
acepta el acantilado
su derrumbarse, su sumergirse.
Y el hombre aferra a su mujer,
mira a un punto lejano
y se consuela: Somos eternos.

Allí también la vida estuvo en otro tiempo

Río de invierno: ya más escaso
se hace el bajar de las lanchas a las islas
a pleno sol, ya más escaso
se hace el contingente de viajeros
que retornaba a la otra orilla,
en las noches pesadas de calor y acetileno.

Allí también la vida estuvo en otro tiempo
primitivo, allí también los huesos
se desgastan y se suavizan
como las valvas de los caracoles muertos.