Marosa Di Giorgio

Marosa Di Giorgio nació el 1 de enero de 1932 en Salto (Uruguay) y falleció en Montevideo el 17 de agosto de 2004. Fue una poeta muy conocida por su estilo erótico y atrevido.
Sus primeras publicaciones vieron la luz en los años 50 y muy pronto le hicieron ganar una gran popularidad. Algunas de las más conocidas fueron "Los papeles salvajes", "Diamelas a Clementina Médici" y "Reina Amelia". Casi toda su obra fue traducida a varios idiomas, entre los que se encuentran inglés, francés, italiano y portugués y ha sido galardonada en diversas ocasiones.
Se la considera una poetisa sumamente singular, no sólo por sus obras sino también porque contaba con un especial carisma para compartir lo que escribía; participaba de cuanto recital poético existía y declamaba sus propios versos con una fervorosa pasión. Entre los temas más reincidentes de su poesía se encuentran el miedo, la soledad, la sorpresa y el deseo, los mismos van cambiando de forma y presencia a lo largo de toda su poesía.
En nuestra web podrás leer algunos de sus poemas, tales como "A la hora en que los robles se cierran dulcemente", "Clavel y tenebrario (fragmentos)" y "Estoy sentada en medio de la soledad del bosque".

Poemas de Marosa Di Giorgio

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Marosa Di Giorgio:

La tierra que papá compró cuando éramos niñas...

La tierra que papá compró cuando éramos niñas, quedaba frente del infierno; pero, era tan hermosa; los árboles gigantescos, y las achiras que parecían mujeres con la mantilla negra y la canastita de tizones y pimpollos.

Detrás iban las acacias, las quimeras y el árbol que siempre me daba espuma. El infierno quedaba unos pocos metros más allá, no sé dónde, arriba, entre las piedras y los árboles, parecía un altar. Allí, el fuego ardía, siempre; a veces, era una hoguera; otras, sólo un punto rojo; al volver del colegio, lo miraba fijamente. El dueño aparecía sólo de tarde en tarde; era hermoso, de astas afiladas; la manta le flotaba alrededor del cuello, hecha de su misma leve carne.

Algunos vecinos huyeron aterrorizados. Otros le llamabas: El Señor.

Papá decía: 'Si él no molesta a nadie'.

Pero yo dormía,apenas; de noche cuando todos dormían me asomaba a las puertas; veía al Dueño ajustar las tenazas; oía el zumbido, el débil grito de las ánimas, que, inútilmente, luchaban por librarse.

A la hora en que los robles se cierran dulcemente...

A la hora en que los robles se cierran dulcemente, y estoy en el hogar junto a las abuelas, las madres, las otras mujeres; y ellas hablan de años remotos, de cosas que ya parecen de polvo; y me da miedo, y me parece que esa noche sí va a venir el labriego maldito, el asesino, el ladrón que nos va a despojar de todo, y huyo hacia el jardín y ya están las animalejas de subtierra -yo digo-, ellas tan hermosas, con sus caras lisas, de alabrtro, sus manos agudas, finas, casi humanas, a veces, hasta con anillos. Avanzan por senderos, diestramente.

Asaltan la violeta mejor, la que tiene un grano de sal, la celedonia que humea como una masita con miel, el canastillo de los huevos de mariposa -oh, titilantes-.

Actúan con tanta certeza.

Una vez mi madre dio caza a una, la mató, la aderezó, la puso en mitad de la noche, de la cena, y ella conservaba una vida levísima, una muerte casi irreal; parecía huída de un banquete fúnebre, de la caja de un muerto maravilloso. La devorábamos y estaba como viva.

El anillo que yo ahora uso era de ella.

Estoy sentada en medio de la soledad del bosque...

Estoy sentada en medio de la soledad del bosque. Los nogales –con qué precisión– acomodan sus frutos exquisitos dentro de las bolsitas de madera. Se oye el breve alarido de las martas que buscan amores. En la casa todos descansan y parece que no hay nadie. Sólo yo, como siempre, no puedo dormir; ando con la pequeña lámpara de librium; pero, igual no puedo dormir.
De pronto, se retrae el trabajo de los robles y el amor de las martas.
Es que cruza un navío de otros mundos con su luz conmovedora.
No sé por qué, me da miedo, e intento huír.
Pero, la nave astral ha hecho crecer nuevas cosas.
Y un duro cantero de azucenas me detiene.

Cuando nací había muchísimos higos...

Cuando nací había muchísimos higos. No puede ser, me diran, si era invierno y hacía frío.

Sin embargo fue así; estaban en todos los árboles, áun los que no eran higueras, y en medio de las floes. Oscuros, celestes o rosados; algunos desde el origen, traían adherida una violeta o una mosca. O en el punto central entresacaban una perla (nunca lla dieron del todo). O se desprendían girando como astros envueltos en anillos de colores, hasta que casi exánimes tornaban al lugar.

Se sentía un aroma a almíbar y azucenas.

Yo, en medio de mi primer lloro, pues era a los pocos minutos de nacer, dije a mi madre: Hay higos.

Y mi madre miró sonriendo a mi Rosa abuela, y le dijo: Mira lo que dice.

Y mi abuela se aproximó, demasiado, con los ojos bajos, la sonrisa fija, y una tremenda corona de higos negros, gruesos y atormentados.

No sé de dónde...

No sé de dónde lo había sacado mi padre -él no salía nunca-; tal vez, desde el linde mismo del campo; allí estaba, el nuevo cuidador de las papas. Le miré la cara color tierra, llena de brotes, de pimpollos, la casaca color tierra, las manos extrañamente blancas y húmedas, que tentaban a cortarlas en rodajas y a freírlas. Pero, el abuelo no dijo nada y mi madre, tampoco. Sólo los perros adivinos empezaron a dar saltos y a gruñir y hubo que echarlos al jardín y ponerles cerrojo. Él se marchó, escopeta al hombro, hacia el gran cantero; allí quedaría bajo la luna, apuntando a los posibles ladrones, a las zorras que bajaran del bosque, y, sobre todo, a las liebrecitas roedoras.

Pero, cuando cayó toda la sombra, mi raro corazón ya caminaba a saltos, manejando una sangre ya confusa, fui a ver a mi madre; ella estaba apoyada en la ventana, su recto perfil mirando hacia las sombras; no me atrevía a decirle nada. Volví a mi alcoba, cerré las puertas; los astros, con su plumaje de colores empezaron a volar de este a oeste, de un mundo a otro; me levanté, crucé el jardín, los perros gruñeron, no tenía miedo, había tal resplandor, además, conocía todos los escondites, los subterfugios, hubiera podido desaparecer bajo la tierra. Lo terrible fue que él me estuvo apuntando desde el principio. Cuando mordí la primera ramita, disparó, caí, me dio por muerta. Durante toda la noche, aunque soñé cosas increíbles, mis ojos permanecieron abiertos y mis largas orejas se mantenían atentas; sólo mis cuatro patitas entrechocaban temblando.

Al alba él me tomó, me alzó, la sangre rodó por mis flancos. Caminaba hacia la casa; ya, allá, había un rumor confuso, alguien estaría levantado, ya en la cocina; tal vez, los abuelos. El entró -mis ojos se nublaron terriblemente-, me arrojó allí; dijo: -Noche tranquila. Una sola liebre.

Al asomarme, te vi, rocío, y recordé el país de antes...

Al asomarme, te vi, rocío, y recordé el país de antes.

Antes es el más hermoso país.

Cuando por sobre todo ponías t blanca fantasía, tu oscura confitura; hasta los mágicos claveles guerreros amanecían con un copete de plata, velada su taza de rojo café, de canela ardiendo.

Sobre la albahaca, el “diente de león”, las ciruelas, las milenarias hadas jovencitas que pululaban entre nosotros, allá, junto a los castaños y los robles.

Tu bordadura de luna asustaba a las arañas, que quedaban inmóviles; alhelí sobre alhelíes; lirio sobre lirios, lila de nieve. Por tus reflejos se perdía el rumbo de la escuela; llovías sobre las manos de mamá, que preparaba el desayuno, fuera, hacía los ramos -con su gran traje de baile y capelina- hacía las ensaladas de celeste lechuga y diabólico ají, las grandes ensaladas verdes y granates, con las cuales crecimos, vimos pasar los años y las clases, las muertes y las bodas, la vida de los cielos y la tierra.

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