Llanero (XIII al XVI)

Capítulos XIII al XVI de la novela corta «Llanero», por Teresa Domingo Català.

XIII

Pronto se corrió la voz en Llanero de que la niña Beth había desparecido. Los hombres que no estaban en los campos cultivables se unieron a Nozh y a Thel. Buscaron por el pueblo, por el río Seco, por el cementerio, por los campos. Los hombres de los campos se les unieron, pero no encontraban a la pequeña. Faltaba una hora para el anochecer cuando avistaron el cuerpecito desmadejado y muerto.

Si las gentes de Llanero se hubieran decidido a buscar ayuda, Kara habría sido descubierta casi de forma inmediata, pero Gaz y el resto de los hombres se negaban terminantemente. Llanero tenía su propia ley y ellos encontrarían al asesino.

Nozh se acercó al cadáver de la niña y un olor conocido le impregnó, pero no supo, en aquellos momentos de zozobra, qué era exactamente. La niña olía a algo, alguna cosa indeterminada, y la figura de una mujer se dibujó en su mente, pero sin rostro. ¿Y si el asesino no era un hombre? Preguntó en voz alta. Los demás callaron repentinamente. Gaz le preguntó ¿Y por qué dices eso? No lo sé, respondió Nozh, que sabía que descifrar el olor era importante, pero no conseguía relacionarlo.

Los hombres volvieron al pueblo, llevando a la pequeña Beth. Nozh pensaba en Nina, en lo que diría Nina, en lo que sentiría Nina, en su dolor callado. Y pensar en el dolor de la mujer que amaba suavizaba su propio dolor, que no era menor al que diría ella. Thel pensaba en su mujer, Git, en lo que diría Git, en lo que sentirían.

El pueblo volvía a estar de luto, diez días después de la muerte de Gira.

XIV

El vagabundo estaba descansando cerca de los rosales de Kara, sin sospechar que la mujer que le alojaba era una asesina. Joe jugueteaba cerca del hombre, hasta que se cansó y empezó a dormitar junto a él. El perro corría en sueños, y el hombre pensó si no habría estado ya demasiado tiempo en aquella casa. La casa parecía otra. Las reformas la habían rejuvenecido, como si fuera una persona descuidada que de repente empieza a arreglarse, a embellecerse. Un mes llevaba en casa de Kara, un mes y tres niñas muertas en aquel pueblo que desconocía. Me gusta Kara, se dijo a sí mismo, me gusta y por eso no me voy, por eso me quedo aquí, durmiendo al raso y oliendo a jabón todo el santo día. Pero ella es inaccesible. Trabaja, descansa, va a al pueblo, descansa, trabaja, come, duerme, sin embargo es distante, fría y parece que está cansada de vivir. Es casi más solitaria que yo, porque yo tengo a Joe, y ella no tiene a nadie.

Lo que no sabía el vagabundo era que Kara sí tenía a alguien, lo que ocurría era que ese alguien no era una figura real, sino que vivía en el recuerdo de una época feliz que terminó de una manera trágica. Y ese alguien, que sí existía y se llamaba Nina, vivía, no en Llanero, sino en la mente y en el corazón de la mujer fría y distante que se llamaba Kara, que ya había asesinado a tres niñas pequeñas del pueblo, no sabemos por qué, todavía, pero no hay que olvidar que Kara sí sabía por qué las mataba.

El hombre se decidió. Iría a Llanero y comprobaría por sí mismo cómo era el pueblo. Quizás era peligroso aparecer por allí siendo tan recientes los asesinatos, pero estaba cansado de estar en casa de Kara. Así que enfiló el sendero casi inexistente que unía la casa de la mujer con Llanero.

Los árboles mostraban su esplendor al paso casi sigiloso del hombre y del perro. Tropezó con una piedra, y el perro ladró. Pronto recuperó la compostura y siguió caminando entre algunos zarzales y la hierba que cubría el camino. Habría que despejarlo, pensó; con una buena azada y un buen pico, dejaría este camino como nuevo. Anduvo cerca de media hora, no porque el pueblo estuviera tan lejos, que no estaba, sino porque iba a paso de paseo, sin prisa, y a veces se paraba para coger una pieza de fruta, una pera, un melocotón, y respiraba con fuerza, y los pulmones se le llenaban de aire puro, y una ligera sensación de mareo, agradable y fresca, le envolvía.

Cuando vio la primera casa del pueblo pensó: qué barbaridad, porque la estructura foránea revelaba que era una casa enorme. Le sorprendió no encontrar perros ni oír ladridos, sólo había gatos en aquel pueblo. Nadie en la calle. Ni un grito. Empezó a ponerse nervioso, y ni siquiera había atravesado el último círculo. Las casas parecían montañas hechas de roca, y el color gris lo llenaba todo, incluso el cielo parecía menos azul y el aire se cargaba de tensión, como si fuera un gran océano negro dispuesto a saltar por los aires.

Las casas eran tan altas que, entre ellas, había pequeños recovecos en los que casi no se veía el cielo. Y nadie en la calle. Ni salía sonido alguno de las casas. Sólo los gatos se dejaban ver, y en su mirada, el vagabundo veía toda la malignidad que él era capaz de imaginar. En semejante poblacho, cualquiera podía ser un asesino, pensó quizá de manera simple el vagabundo. No sabía si le observaban, pero por si acaso volvió por donde había venido, a casa de Kara, sintiendo que Margo, la farmacéutica de La Rueda, se había quedado corta en su intento de disuadirle, advirtiéndole de que Llanero no era una población normal.

Cuando ya había decidido irse a casa de Kara, y plantearse que haría después, se topó con un hombre, proverbialmente vestido de negro de la cabeza a los pies. Ese hombre era Gaz, el alcalde, aunque eso el vagabundo no lo sabía.

Gaz se sorprendió mucho de ver a un desconocido, a alguien que visiblemente no era del pueblo, pues el vagabundo no había seguido los consejos de Kara y no vestía de negro. La mente de Gaz no era tan simple como para pensar que el desconocido era el asesino que buscaban. Pero sí se le ocurrió que era el culpable perfecto, para que los habitantes del pueblo le dejaran en paz.

En Llanero había una especie de marea silenciosa de desaprobación hacia Gaz, que no tenía idea ni sabía qué hacer ante unos acontecimientos tan terribles. Salvo imponer un toque de queda draconiano. Salvo prohibir que la gente saliera de sus casas. Él salía para ir a casa de Nozh, porque Nozh sabía algo que los demás no sabían, pero qué era ese algo, eso Gaz lo ignoraba.

Y de repente se topó con un desconocido, con un hombre que le miraba con el mismo asombro con que Gaz le miraba a él. El desconocido fue el primero que habló. Qué extraño es este pueblo, dijo a media voz. Yo soy el alcalde, dijo Gaz, en un tono a medias orgulloso, a medias desencantado. ¿Han encontrado al asesino? Preguntó el hombre, y el alcalde, sorprendido, le contestó con otra pregunta: ¿Y usted cómo sabe que hay un asesino? Porque vivo en la casa de las afueras del pueblo. Gaz no comprendió en el momento, tuvo que pensar unos segundos hasta llegar a la conclusión verdadera. Vive usted en casa de la bruja. Se llama Kara, dijo el hombre. Y viaja con un perro, añadió el alcalde, se llama Joe, dijo el vagabundo.

En este pueblo no hay perros porque tuvimos una epidemia de rabia y murieron todos. ¿y ninguna persona se contagió? Preguntó el hombre. Sólo dos viejos, los matamos para que no sufrieran. Así que aquí practican la eutanasia, dijo irónico el vagabundo. ¿Cuánto tiempo lleva en casa de Kara? Preguntó el alcalde. Mucho, para mí, ya mucho tiempo. A mí me gusta vagar por los campos, conocer los pueblos y sus gentes, comer hoy aquí, dormir mañana allá, me gusta el sol, el verano y el calor. ¿Aquí no tienen radio ni televisor? Rompimos todo, dijo el alcalde, sólo eran aparatos corruptores. Perdone, pero me parece que aquí todos están locos, comentó el vagabundo, han enloquecido hasta el punto de matar. Aquí no había muertes violentas desde que se recuerda, desde que los abuelos y los padres de los abuelos recuerdan, sabe usted, sólo ahora nadie sabe qué ocurre para que las niñas aparezcan muertas de una manera tan atroz.

Le voy a dar un consejo, dijo Gaz, váyase del pueblo, viaje lejos de aquí, porque a mí ya me han dado tentaciones de hacerle pasar por el culpable. ¿Piensa que lo soy? Preguntó el vagabundo. No, respondió el alcalde, no lo creo. Ninguna de las niñas hubiera confiado en un desconocido. Entonces no corro ningún peligro, dijo el hombre. ¿Le gusta la bruja? Preguntó Gaz, le gusta, con ese pelo rubio y esos ojos tan grandes, y ese cuerpo que no ha perdido del todo la lozanía de una juventud reciente. El vagabundo se quedó atónito de que aquel desconocido hubiera podido entrar tan fácilmente en un sentimiento que se había negado a sí mismo desde hacía un par se semanas, así que se no le respondió. Ahora hay toque de queda en el pueblo, afirmó el alcalde, sin esperar tampoco respuesta, por eso no hay nadie en la calle. Todos tenemos miedo, esa es la verdad. El miedo es un pésimo consejero, dijo el hombre. Espero que pronto averigüen quién es el desalmado que asesina a las pobres criaturas. Gaz se despidió del vagabundo con un toque de sombrero, y, fugaz como se lo había encontrado el hombre, desapareció.

XV

Nina estaba en la cocina de la casa de su hermano. Estaba sentada en una silla de madera, que más que silla era un balancín. Se mecía con un ritmo acompasado, mirando fijamente al vacío. No veía los azulejos tristes que tapaban la pared. Los fogones, que tanto usaba, estaban apagados, pues la hora de comer ya había pasado y la de cenar estaba lejos. Cuando Niah volvió de la búsqueda y anunció que la pequeña Beth había sido asesinada, un grito quiso brotar de su garganta, pero no pudo, de ninguna manera, soltarlo. Simplemente se fue a su habitación para poder llorar en silencio. Y ahora, en la cocina, Nina pensaba en el pasado, Nina se acordaba de cómo nació la niña, y todavía más, recordaba a Nozh.

Hacía tantos años que aquello sucedió. Tantos años desde que se enamoraron. El Nozh joven vino a su memoria, tan real como si lo tuviera allí delante, callado, acompañando a su padre, tímido, comiendo una torrija con miel que su madre, la madre de Nina, le había ofrecido. Ella amasaba pan en la cocina, y le podía observar por unas rendijas de la puerta de madera. Estaba sentado frente a la mesa, mientras el padre de Nina y el de Nozh hablaban, casi en susurros. Salvo ellos, y quizás el adolescente, nadie más oía lo que hablaban. A cada poco rato Nina levantaba la vista, y le veía mirar el suelo, el tejado, a los dos hombres, incluso le vio lanzarle alguna mirada por las mismas rendijas por las que ella le miraba. Cuando se fueron, Nina habló con su madre, y le dijo sin decir que Nozh le parecía un chico atractivo. La madre la reconvino severamente. Ella no tendría ni voz ni voto en la elección de su hombre, así como ella no lo había tenido con el suyo. Así era en Llanero y así tenía que ser siempre. Y no me ha ido tan mal, dijo la madre, tu padre y yo nos llevamos bien. Todo eso del amor no es más que una bobada, siguió diciendo la madre, un engaño para niñas tontas, que se creen que el matrimonio es un lecho de rosas y estar con un hombre lo más maravilloso. No lo es. Lo que tiene que hacer una mujer es hacer feliz a su hombre, tener hijos, cuidarlos y después hacer que sean buenos habitantes de Llanero, para que las tradiciones de Llanero se conserven y se transmitan de generación en generación. De todas maneras, quizás tengas suerte. A tu padre puede que Nozh le guste para ti. Es buen muchacho, recto, serio. Trabajador. Pero claro, chicos así hay muchos en Llanero, no sólo Nozh. Pero Nina sólo quería a Nozh, a nadie más que a él, porque aquellos ojos negros habían penetrado en su alma y habían dejado una huella que nadie más podía arrancar. Sentada en la cocina recordaba las palabras de su madre, y unos gruesos lagrimones, sin sollozos, le caían por la cara, cuando recordaba a Nozh, el que debía haber sido su marido.

XVI

Gaz llegó a casa de Nozh, y la encontró cerrada. Sus habitantes no hacían ruido, así que llamó dos veces con la aldaba. La casa, que parecía desierta como todas las demás, no lo estaba. Abrió la puerta Fiva, la mujer de Nozh, y cuando vio al alcalde se apartó, hizo una leve reverencia silenciosa, y cerró la puerta tras los pasos de Gaz. Gaz sabía el camino, así que la mujer entró en la pequeña salita de las mujeres, donde estaba con sus tres hijas. Gaz avanzó hasta la sala grande de los hombres, donde había un piano que nadie tocaba nunca, pues en Llanero tampoco se escuchaba música. La cantina estaba cerrada, así que Nozh, con su hijo mayor y su hijo pequeño, estaba leyendo un libro antiguo, que casi perdía las hojas en sus manos.

Nozh había dejado el libro encima de la mesa. Se puso de pie, y acogió al alcalde con una sonrisa nerviosa. ¿Qué hacía Gaz en su casa, violando el toque de queda que él mismo había impuesto? No podrían estar mucho tiempo así, su subsistencia dependía del trabajo, y quien no podía salir de casa no podía trabajar.

Gaz se sentó, tras pedir permiso con un monosílabo y Nozh también se sentó. Envió a sus hijos a los cuartos de dormir con un gesto de la mano, y esperó a ver qué tenía que decirle el alcalde de Llanero.

Hay un desconocido en casa de la bruja dijo Gaz, aunque no es ese el motivo de mi visita. ¿Un desconocido? Repitió Nozh. Sí, un hombre de esos que va de un lugar a otro, un nómada. Pero no te alarmes, no es él el asesino. ¿Cómo sabes que no lo es? Preguntó Nozh. Porque ninguna de las niñas se hubiera ido con un hombre desconocido. Quizá las secuestró. No Nozh, no ha sido él. Ni siquiera viste como nosotros. Es un extranjero, pero no es un asesino. He venido aquí a pedirte consejo, dijo el alcalde. Está claro que el toque de queda no puede durar mucho tiempo. No, añadió Nozh, no puede durar mucho tiempo.

A mí no se me ocurre nada, dijo el alcalde, salvo apostar un hombre en cada callejón de Llanero. Pero esto tampoco soluciona nada, añadió Gaz, porque si uno de ellos es el asesino, en lugar de vigilar puede llevarse impunemente a alguna de las niñas. Pero entonces descuidaría la vigilancia y sabríamos quién es, dijo Nozh. Sea quien sea ha actuado a la luz del día, y no le hemos descubierto. Nozh quedó pensativo, porque Gaz tenía razón. Fuera quien fuera lo había hecho condenadamente bien. ¿Qué podemos hacer? Preguntó Gaz. No lo sé, respondió Nohz. O quizá sí. Podríamos reunir a todas las niñas del pueblo en la Sala del Dolor. Encerrarlas allí, y que cinco hombres vigilen todas las entradas y salidas. ¡Cómo no se nos ha ocurrido antes! Exclamó Gaz. Quizás hubiéramos podido evitar las últimas muertes. Nadie es perfecto, dijo Nohz. He hecho bien en venir a verte. Claro que sí, encerraremos a todas las niñas en la Sala del Dolor.

Este es el momento de explicar qué es la Sala del Dolor. En Llanero, se llama así el pequeño hospital sin médicos ni enfermeras, donde se lleva a los enfermos para que se curen o se mueran. La Sala del Dolor está en el segundo círculo concéntrico de Llanero y también está levantada con roca gris. Se alza en medio del pueblo, como un colosal alarido que le canta al sufrimiento.

Gaz salió de casa de Nozh y éste, al quedar solo, dejó que tres lágrimas, sólo tres, se le escaparan de los ojos.

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Comentarios5

  • sandra

    esta muy bonita la escritura y muy conmovedora pero me hubiera gustado leer que habian encontrado al asesino que el pueblo supiera quien fue.

  • daniel

    sin palabras, como describir que me llevo a vivir dentro de la historia.

  • rossy

    EXELENTE NOVELA ME TIENE ATRAPADA EN SU TRAMA FELICIDADES A LA AUTORA.

  • SOMBRA

    espero que no se demoren mucho con los proximos capitulos, me urge terminar de leer la novela

  • yoly

    me tiene hecha loca la historia me quede enchiladissima por que no se el final plisssssssssssss hagan mas capitulos



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