«La condición animal», de Valeria Correa Fiz —Editorial Páginas de Espuma—

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De buenos comienzos, tramas reveladoras y finales sorpresivos está hecha la buena literatura. «La condición animal» de Valeria Correa Fiz (Páginas de Espuma) tiene un poco de cada uno. No soy una lectora ordenada y, lamentablemente, tampoco mis textos suelen tener esa armonía que admiro de las bellas reseñas, sin embargo como es imposible escapar de quien una es procuraré abordar las cualidades, que este libro tiene muchas, con la mayor disciplina posible. Espero contagiarles mi entusiasmo respecto a esta fabulosa autora.

«La condición animal» se gesta en el deseo, en el afán solitario de personajes más o menos desorientados, que van pedaleando a contracorriente y a quienes, de pronto, les sucede algo que pone sus vidas rutinarias patas arriba, algo que en teoría no buscan, si fuera posible tener aquello que de algún modo (aunque sea subterfugio) no buscásemos. Sobre la forma en la que nos relacionamos con el deseo y el cuerpo se centran muchos de los cuentos y creo que podríamos decir que sobre esta dicotomía se construye el parejo armazón de este libro.

Sobre cuerpo y deseo

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Quienes hemos sufrido una educación católica sabemos que entre cuerpo y deseo hay un abismo difícil de franquear. Sabemos que la piel cuenta pero que hay que enseñarle (reeducarla, digamos) para que descubra su identidad. Como si fuera un palimpsesto (me ha gustado esta idea, de cosa antigua que se escribe por una única vez para siempre) nuestro cuerpo es arañado, mimado, fotografiado por las experiencias y se va haciendo a sí mismo. Y ahí, el deseo que obliga, construye e impulsa. Deseo que no entiende de barreras sociales y que se lanza al vacío por abrazarse al cuerpo. O quizá sea al revés…

El comienzo de «Lo que queda en el aire» es brutal. Valeria juega con nosotros. «Sé que imaginarán» dice, una casa preciosa estilo Tudor con sus aromas y sus flores. De pronto interrumpe violentamente el discurso para adentrarnos en un paisaje sórdido, grisáceo, nebuloso. Nos obliga a reescribir el lienzo sobre el que pintábamos la historia; en pocas palabras, nos recuerda que la realidad nunca se parece a las historias que de ella se cuentan.

Debo reconocer que he visto pasar tan sólo en esa página mi infancia toda. Las dos caras de la moneda: la preciosa casa de Manantiales en la que pasé muchos eneros de infancia, un escenario de paisaje onírico y placentero, y del otro lado, la casa a la que regresaba, con los techos desvencijados, los huecos en los zócalos por los que se metían los sapos (como en ese cuento «Criaturas» del que hablo más adelante) y «los muebles de segunda mano». Eso de que las lecturas se enlacen a nuestra vida es una de las experiencias más fascinantes que nos regalan los libros.

Al margen de esta mirada estrictamente personal pienso que este es uno de los cuentos mejor logrado del libro. Porque en ese escenario que no valdría ni siquiera para una mala película argentina, aparece Sherry un pichón de gorrión con toda la vulnerabilidad que eso implica y dos niños de ciudad deseando cuidar, salvar, aún sin entender que en ese gesto de compasión habitaba el deseo de ser observados con los mismos ojos que ellos regalaban a Sherry.

Es este un relato que se construye desde la ternura, la crueldad y el abandono y que permite vislumbrar esas descargas eléctricas que provoca la duda y la revelación durante la infancia, como las «patadas» de las terribles SIAM, esas neveras con la manija de metal y que provocaban ese ronroneo afiebrado para acunar la siesta. He viajado con este cuento a los oscuros pasadizos de la memoria, he llorado como una niña, y al regresar me descubrí más viva. La luz que nos regalan las buenas historias nos salva, qué duda cabe. Volveré sin duda a este cuento, cuando olvide a mi Sherry.

Criaturas más o menos a la deriva

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«Una casa en las afueras» y «Regreso a Villard» son dos cuentos con conflictos potentísimos. Narraciones dotadas de personajes demenciales, incapaces de sobrevivir y con la necesidad irrefrenable de herir-matar a otros, que nos obligan a empatizar con aquello más odiado de nosotros mismos. Son cuentos en los que la rabia y la brutalidad parecen guiar el hilo de los acontecimientos hasta treparse por tus manos.

En este punto quiero señalar un rasgo de la narrativa de Correa Fiz que me ha impactado: su capacidad para hacerte vivir en su universo. Si en la mala literatura abundan las descripciones que no nos llevan a ninguna parte, en los buenos cuentos la atmósfera lo es todo; saber plantearla con nitidez es, sin duda, uno de los grandes desafíos del relato breve. En «La condición animal» los escenarios ocupan un lugar primordial y eso facilita nuestro viaje a ellos. Al leerlo puedes sentir en tu piel la tormenta, ver «la sangre correosa» y percibir el calor del incendio sin apenas esforzarte. Es como si esas historias estuvieran ocurriendo en este exacto momento; es decir, NOS estuvieran ocurriendo.

«Criaturas» así llama Valeria a sus lectores (no sólo los cantantes tienen derecho a llamar a sus fans de formas cariñosas) y así se titula el cuento que cierra el libro. Lo he bebido a plena luz del día; mi fobia por los batracios —lo sé: asunto curioso y contradictorio en una vegana, pero ¡qué le vamos a hacer!— hizo que tuviera que controlar a mi bestia para poder leer con detenimiento y enterarme de qué iba el cuento, al margen de la lluvia-invasión de ranas que me provocó un cierto agobio mental.

Ya hablé de los comienzos y de los conflictos suculentos. En «Criaturas» el remate final me parece para alucinar. No voy a desvelarles nada porque odio que me digan qué hay de postre cuando estoy comenzando el primer plato; sólo diré que es un relato que en ningún momento pierde intensidad y que cuando creías que lo habías comprendido te da el latigazo final. Difícil salir con vida de ese golpe de gracia. Por cuentos así, Valeria tiene y tendrá a su lado a muchas criaturas, porque la magia de su voz y la forma en la que sabe combinar ternura con crueldad (insisto) no es de este mundo.

Foto: Páginas de Espuma

Miradas como abanicos

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Decía que hay hospitales, como en el cuento «Nostalgia de la morgue», en el que la voz es absolutamente diferente a lo que ya nos venía acostumbrando la autora. Estrella conoce a Esteban mientras ambos se hallan internados; entre ellos y Liliana, la enfermera complaciente que se salta las normas para verlos más felices, se establece un lazo que permite que la narración vaya y vuelva del pasado de cada uno a la habitación con olor a éter.

Este cuento es uno de los mejores porque a través de un lenguaje sencillo Correa Fiz se adentra en una realidad que tiene dos caras y nos invita a mirar más allá de las vendas de lo convencional. Hay aquí una crítica a la homofobia, a las barreras culturales para aceptar la sexualidad de los otros, y por otro lado a la dificultad de vivir libremente en un mundo machista, homófobo y dictatorial. Más allá de la narrativa, que es extraordinaria —porque tiene matices delicados a la vez que se apoya en la ironía, como no podía ser de otra forma tratándose de un texto de estas características—, me ha gustado la denuncia y la inclusión. Siempre me quejo de la literatura que se centra en las relaciones heteropatriarcales y en los discursos hegemónicos aunque intente convencernos de su empeño de ir más allá de los bordes, así que, una vez que encuentro una mirada amplia, ¡no puedo ni quiero callarme!

Lo cierto es que espero mucho más de la narrativa de mujeres, quizás porque soy una de ellas, porque conozco en piel propia lo difícil de escribirse contra los mandatos y porque pienso que en la literatura feminista reside el futuro, la luz, la resurrección del lenguaje. No se puede hablar de feminismo si nuestro decir es convencional y sólo se aferra a la lucha de las mujeres heterosexuales, del mismo modo que no puede llamarse feminismo una lucha que sólo contempla la liberación occidental (o la solución a los conflictos de igualdad desde el occidentalismo, que para el caso es lo mismo). Y como estoy convencida de que si la literatura no existe para sobrepasar los límites, entonces no sirve para nada, me ilusiona y alienta descubrir cuentarios como éste. Pienso que sólo por este cuento: crudo, divertido, amplio y doloroso vale la pena hacerse con este libro. Aunque, por suerte, hay muchos otros que merecen la pena.

«La condición animal» es un libro que hay que leer. Valeria se atreve contra la violencia, contra los lazos afectivos impuestos, mira de frente a la enfermedad y al aire nauseabundo de los hospitales (esos túneles de los que jamás salimos), y se divierte con la fantasía y el patetismo; muchos aspectos que vuelven exquisita esta lectura. Sin duda estamos ante un libro lleno de posibilidades y para lectores variopintos, intuyo. Y aunque se me han quedado fuera de la reseña cuentos como «El mensajero» o «Aún a la intemperie», que lejos están de ser artilugios de relleno aunque parecen privados del brillo que se merecen al aparecer junto a los citados más arriba, para eso ya están las relecturas, que siempre nos ayudan a mejorar la experiencia.

¡Lean «La condición animal» sin miedo a que se despierte la bestia salvaje que llevan dentro: todos estamos hecho de cuerpo y deseo, pese a lo que los altos mandos de la Iglesia y el Estado quieran hacernos creer! Parafraseo a Valeria para decirles: ¡Disfruten, criaturas!

 
 
 
LA CONDICIÓN ANIMAL
Valeria Correa Fiz

Páginas de Espuma
978-84-8393-204-9
168 páginas
Papel: 15 €
Digital: 5,99 €



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