Silvia Favaretto

Poemas de Silvia Favaretto

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Silvia Favaretto:

Poema a ciegas

Está faltando la luz y
escribo el poema a ciegas
en la hoja de un viejo calendario.
Por primera vez me doy cuenta
que las palabras son vanas
y vano es nuestro entendimiento
si en la noche la tinta
no logra desprenderse de
la oscuridad del cielo
y mi poema no logra
iluminarme el camino
adentro mío
y si tú no estás conmigo
para darme consuelo
de esta amarga palidez
del alma obscura.

De Poemas de una noche de insomnio

Morada

Piel de durazno,
brillante como luna,
¿adónde dejaste
tu mirada acogedora?
¿Te vestiste de negro
antes de matarme, esposa mía?

Moriré con ternura,
disfrazada de víctima
por tu acto final.

Pero, detrás de las cortinas
serás mía, y de ningún otro.

Te encerraré
en la jaula de mis huesos
y tú harás
de mi cuerpo tu morada.

Sólo,
no me pidas amor
porque no puedo darte
más de lo que soy.


De La carne del tiempo, Editorial Artificios, Bogotá, 2002

Soledad

“¿Qué haces acá solita?”
“No estoy sola, ¡estoy con los árboles!”





Árbol viejo, árbol grande,
más vivo que la piedra,
más duro que la carne,

tú que conoces el sol
por esperarlo entre el abrazo de tus ramas
desde hace tiempo

dime si tiene nombre
el dueño barbudo
de la tierra que tu y yo pisamos.

Árbol viejo, árbol grande,
más vivo que la piedra,
más duro que la carne,

tú que has visto desde el cantero de mi jardín
la niñez de mi abuela, la juventud de mi madre
y verás, talvez, la viudez de mi vejez

dime si los ojos de mis nietos
tendrán algún día el color almendrado
de tu corteza.

Árbol viejo, árbol grande,
más vivo que la piedra,
más duro que la carne,

en nuestra desesperada necesidad de eternidad
tu inmutabilidad me domina,
y, bajo tus frondas
canto,
y cuando mi cantar se hace sombra,
callo.

Árbol viejo, árbol grande,
más vivo que la piedra,
más duro que la carne,

no me importa que paralelos a tu tronco
se hayan balanceado los cadáveres de Regina y los traidores
ni me importa que tus ramas hayan alimentado las hogueras
donde quemaron a mis hermanas
ni que de tu propia pulpa esté hecha la cruz,
sutil venganza del demonio.
No me importa.

Árbol viejo, árbol grande,
más vivo que la piedra,
más duro que la carne,

tú eres el puente de madera
entre Dios y criatura mortal
y yo me apresto
a cruzar con el alma
los siglos de fragor
escritos en las vetas de tu piel.





De La carne del tiempo, Editorial Artificios, Bogotá, 2002

Nocturno I

El cofre del cielo
se abre a tus ojos:
amatista, zafiro y diamantes.
S. F.




Un manto violeta
es la noche,
una sábana que alguien
ha clavado sobre este cielo
como la hoja azul, estrellada,
que se acostumbra pegar
tras el pesebre.

Pero la luna esta noche
ha dicho basta,
cansada de estar colgando
como un farol chino
de papel translúcido y luminoso.
Ha hecho su equipaje
(un velo de cristal
transparente como el mar,
que encierra un centenar
de sus estrellas favoritas)
y derramando sus últimas
lágrimas de lluvia
(¿Por qué nos sentimos siempre culpables
cuando lo único que hacemos es
darnos cuenta que
no tenemos la capacidad de amar
ni de vivir sin ser amados?)
ha dejado el índigo escenario.



De La carne del tiempo, Editorial Artificios, Bogotá, 2002

Carmen

Sirena terrestre
llegaste
con tu largo
pelo negro
donde escondías
tus versos
caníbales
y tus gestos
histéricos.

Si la locura
tuviese tal vez un cuerpo,
Carmen,
tendría el tuyo.

Eres la hija
hermosa
de tu voluntad,
como dijiste,
y sabes que
mentir y robar es
necesario para narrar.

Te sustraigo más
de lo que
me regalaste.

Sigo siendo la Ariadna
no perdida
sino reflejada
en tu laberinto…
Sigues siendo, más allá del robo,
la Eva reina
de mi jardín.




De La carne del tiempo, Editorial Artificios, Bogotá, 2002

Cien Rosas rojas encerradas en el capullo de mi carne (La carta)

100 Rosas rojas encerradas en el capullo de mi carne (La carta)



Cuando lo extraje del sobre
como un presagio
la hoja de tu carta
me cortó el dedo.
Una herida sutil pero profunda,
típica del papel afilado.

La sangre chorreó en seguida copiosa
y andando por la calle
yo goteaba y
manchaba de amaranto el asfalto:
gotas de rubí derretido.

Dejo que esto sea
el ridículo hilo de Ariadna
para reconducirte a mí.

Recojo el dedo herido en el puño.
El corte quema y
la sangre que sale
corre en arroyuelos sobre la palma de mi mano.

El minúsculo río rojo
elige come madre los surcos de mi palma:
la línea de la vida, la de la salud
y la del corazón
inundadas de sangre.



De La carne del tiempo, Editorial Artificios, Bogotá, 2002