Domingo F. Faílde

Poemas de Domingo F. Faílde

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Domingo F. Faílde:

Episteme

Un mito es una antorcha.
Y vienen marineros detrás de la presencia
que, débil, recompone
la estatua de la luz.
Belleza. Como un jardín abriéndose
a la quietud del cosmos en la noche.
Sólo así percibimos. Veneramos. O acaso,
quebrada claridad de los torrentes,
una llama nos guía
y estallan los crepúsculos
en las últimas sombras
que instala la memoria.

Eros, Thánatos y un reloj

Apoyado en el muro, contemplaba
unos cuadros antiguos.
La lámpara amarilla del crucero
iluminaba apenas las borrosas imágenes,
acaso exagerando su palor.
En su rural tenebra,
destacara el pintor la carne lívida
de Eros y Thánatos.

Al lado de aquel lienzo,
la desnudez cerúlea el amor y la muerte
-fraternos compañeros de retablo-,
un reloj de pared acompasaba
los helados latidos de los amantes.

Apoyado en el muro,
un anciano veía su existencia,
mientras el alma se le iba enfriando
bajo la humedad de la bóveda.

Volver al Paraíso

Así la eternidad era el minuto.
Vicente Aleixandre



Desnuda, y nada existe
en este anillo funeral que inclina
su sombra bajo el tiempo, y es tan sólo letargo
la estancia, aquella lámpara
que se apagó de pronto en la caricia
de una ciudad celeste, mientras estoy tomándote
en la complicidad helada del silencio,
y más lejos el mundo
enciende su cosmética nocturna.
O descansa
la imperceptible púrpura de un labio
contra el cristal ilímite
de una copa vacía.

Epigrama

Confiabas, necio, en la posteridad,
y al juicio de la historia
legabas tus minutos. Al trueque del futuro
inmolaste el presente, renunciando
a la gozosa potestad del acto, al impagable
deleite de morir en cada gesto.
La sentencia del tiempo
no mostrara mayor benevolencia.
Mas ahora eres viejo y no es posible
reescribir el pasado ni te queda una página,
un último minuto para rectificar.
¡Qué error, así, la vida!
Aguardar hasta el fin la absolución,
en tanto te maldices tú mismo y te condenas
a morir esa muerte
que habías, sin saberlo, continuamente muerto:
Los ríos, muchas veces, son el mar.

De Omnibus Martyribus

Con los ojos vaciados, desfilan por la noche.
Son extrañas siluetas que deambulan, sonámbulas,
arrastrando cadenas, en medio del humo.
Puedo verlas, silentes, subir al autobús,
sin que sus blancas túnicas se manchen de polvo
ni los descalzos pies rocen los excrementos.
Extraviadas, las órbitas vagan por el vacío,
como huyendo de sus verdugos
(a veces, un gemido los delata, las llagas
escondidas debajo de la veste purísima).
El mundo ha amanecido lleno de estas criaturas.
Abandonan los grises soportales del alba.
Por la ciudad caminan, buscando a sus sayones,
y una lluvia de sangre empapa las aceras.
Están en todas partes: oficinas, comercios,
sosteniendo la bóveda helada del mundo.
Son materia sufriente, viva vida, conciencia.
Todos han conquistado la gloria. Su infierno.

La vida se nos va...

La vida se nos va, ya ves, como leímos
en los libros antiguos: en un soplo.
Lo supimos entonces, acuérdate, admirando
los versos de Virgilio.
También a estas alturas,
llevamos con nosotros los oscuros penates,
y su lista se expande como en una batalla.
¿De qué nos sirve -dices- lo aprendido
en los tratados de filosofía?
Pues todo lo bailado terminarán quitándonos.
No hay consuelo detrás de ese túnel,
ya lo has visto: las lágrimas,
el silencio de los corderos
y la espada asesina del ángel.
Toda una vida andando, andando, andando.
Y lo peor resulta que es llegar.