LÍMITE.

Ahora que no reside en mí la alegría:

yo tengo dos ojos repletos de mares,

en un cuerpo pequeñito,

que conoce la más desagradable de las sombras;

sólo me queda una palabra: sálvenme. 

 

Detesto el andar por horas

-serán días o serán llantos-

en aquel borde que es mi limite,

en donde no hay control sobre las emociones.

 

Al invadirme una felicidad efímera,

en un instante, se desprende de mis manos,

y los fragmentos se esparcen

y mis manos sangrantes.

 

He nacido sólo para lastimar a otros.

 

En cada rincón de mi mente

se esconde un pensamiento diferente;

en este rompecabezas

ya no encaja ninguna pieza;

pero ya no importa nada: busco mi calma.

 

¿Por qué nunca hay puntos medios?

¿Por qué algo es horrible o es hermoso?

Estoy convencida de que estar muerta no es peor que mis tristezas. 

 

Me fatiga la soledad

con la que se ha enmarañado mi pecho

y ese amor marchito y gélido

que recorre mis venas.

 

 

Me tiemblan mis manos

al pensar en lo que se aproxima

                   -se detiene el mundo, deprisa-

mientras un frio glaciar

recorre mi columna vertebral, hasta llegar al cerebro

en donde se extiende a todos lados.

 

De un suspiro corto

sale a toda prisa:

un aire helado,

como bala, se exhala un bulto

que llevaba acumulado el corazón.

 

Como hormigas

fluye un todo debajo de toda mi piel

             -los bombeos de mi corazón apresurado-

hasta que dejo de advertir mi cuerpo.

 

De mi cuerpo ya no soy dueña,

me hiero a más no poder;

todo a mi alrededor se nubla,

no veo,

sin embargo, mis lagrimas fluyen.

 

¿Faltara poco para que todo mejore?

No quiero pensar más,

                   sentir más,

                     llorar más.

Si tuviera suerte, sólo duraría unas horas.