Ardo

Alberto Escobar

 

El ardore de Dante le llevó a investigar
qué hay después de la muerte.
El ardore de Ulises, de igual calibre,
le impulsó la mano a desatar el odre 
que contenía todos los vientos, agasajo
que Eolo, el Dios de ellos, tuvo a bien 
ofrecerle. 
La consecuencia del primero fue su obra
magna, la del segundo fue que tuviera
que resignarse, él y su tripulación, a sufrir
una mar en calma durante demasiado tiempo...

 

 

Esa curiosidad. 
Esa curiosidad maldita, que me lleva
y me trae, que me toca y me trastoca. 
Esa curiosidad que me arrebata, 
que tiembla entre las entrañas
como cordero que aún degollado no muere. 
Esa curiosidad, esa maldita que al retortero
me arrastra y desarrastra, me hace jirones
la ropa que me libra de la intemperie, esa que,
tras degollarme y beberse ansiosa la carne 
de mis vísceras quiere más, me pide torticera
que le entregue el alma y en rotundo me niego.
Esa perra, esa diosa, que es diablo y ángel
al mismo tiempo, esa que me pone un hilo
de Ariadna entre ceja y ceja y retirándose sigilosa
me atrae a su escondrijo, y allí, a su merced
me emponzoña con sus mieles contaminadas.
¡Sí, tú, mal nacida, calamidad de las calamidades!
Por las mañanas, nada más me ves abrir el ojo,
el primero de ellos, que suele ser el izquierdo,
saltas de por encima del armario, donde tienes
tu improvisada cuna, y te pones al pie de la cama
esperando a que, una vez repuesto y despierto,
me siente delante del escritorio para introducirte
de extranjis por el oído derecho y alcanzar franco
el cerebelo, y desde allí, al mando de las operaciones,
guiar mis manos operando sobre el teclado y pintar
sobre el buscador la ortografía de aquellas palabras
que quieres sorber, de las que quieres en ese instante
nutrirte, de las que sacar todo el zumo que el paso
de los años ha depositado sobre su semántica. 
Sí, eres una malvada y una pícara de mucho cuidado. 
En ocasiones se me pone sobre el hueco, en el hombro,
que la clavícula deja contra el músculo dorsal, desde 
donde me susurra al oído una terminología que me va
corroyendo, que como aceite hirviendo me saja la piel
y la araña hasta desembocar en la búsqueda, en el tecleo
obsesivo sobre cualquier página de Gúguel de lo que 
a ella se le antoje —me tiene loco, le imploro clemencia
pero ni por esas...
Esa curiosidad, esa que me tiene aquí, delante de aquel
que pierde su tiempo descifrando los mensajes que lanzo
al viento de lo imposible, y que me hace vivir, a veces...
Si se os pasea alguna vez por vuestra habitación cerradle
la puerta, al menos durante el tiempo dedicado al sueño,
no sea que haga por penetrar la barrera onírica y fastidie
el único momento verdaderamente vuestro. Suerte.

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