Vuelvo a casa

Alberto Escobar

 

Vengo de ellas,
voy a ellas...

 

 


Veo la luz al fondo.
He estado sufriendo
sin saber que sufría.
He ido abriendo a mi paso
las oquedades, los pasadizos
estrechos de la existencia.
He ido venciendo los obstáculos
de sangre y barro que la vida me opone,
yendo hacia la luz, mosquito cegado
—y no lo soy, exactamente. 
Noto cómo me impulsan hacia arriba 
desde la fragilidad de mis hombros, siento
otra vez el mismo tacto, una piel perdida.
Una mujer me abraza abrasándome de amor,
recupero mi sensación de seguridad, tanto
tiempo duró la zozobra, estoy a salvo.
Tras despegarme manos ajenas del traje
cremoso que me envolvió tanto tiempo, 
sintiendo con placer la tibieza suave del agua,
soy depositado en un lecho distinto, más duro,
un epítome de la vida que me espera. 
Ya soy adulto, estoy sintiendo el mismo calor.
Me demoro en la cama, es domingo, y pierdo
la noción del tiempo apoyado sobre otro pecho,
otra mujer, otro lecho pero el mismo amor, 
el mismo abrazo, la misma paz, la misma celosía
para contemplar el mundo desde un balcón alto,
alejado de la erosión inherente al día a día,
al levantarse y andar hacia el borde de un abismo.
Esta otra ella me arropa, me disuade de dejarla
y erguirme para hacer algo «útil» —¿qué más útil
que un abrazo?—. Ella, la que me salva ahora, ella,
la que me salvó entonces, la que en su vientre plata
me dio agua y comida cuando más lo necesitaba. 
Ella, la que me mira queriendo fundirse conmigo,
la que busca en mí un padre de cuya escasa vocación
me hago cargo —ya aprobé esa asignatura—, ella, 
en quien busco a mi madre otra vez, y otra, y otra,
y sobre la que deposito mi terrible añoranza de útero. 
Cuando hacemos el amor y desembocamos en el estuario
final, cuando los fuegos artificiales se clavan en el cielo,
le propongo a ella, seriamente, que me deje entrar
en su seno, primero, aprovechando la cópula, el pene, 
y luego, por mera proximidad espacial, el resto del cuerpo.
Ella, con una sonrisa delatora en los labios, se deja hacer.
Se coloca tal cual fuera a dar la luz y se va produciendo
el milagro inverso: vuelvo a mi deliciosa oscuridad.
Recupero, después de una intensa hora de sufrimiento,
el líquido amniótico en toda su sustancia, su viscosidad
primigenia, esa que tanto me gusta, y chapoteo feliz,
me tiro de cabeza a lo más hondo, bebo, orino sobre él,
defeco, hago todo lo que me place sin atender a normas
y decoros, me duermo flotando, como en el Mar Muerto,
después del ejercicio natatorio, y sueño —sueño contigo,
sueño el momento de mi desgestación, cuando hacíamos
el amor por última vez, antes de entrar para siempre en ti. 

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