Ninguna cosa.

Lloré para que te marcharas,

me doliste, cuánto me doliste;

de mi pecho sangraba

la última gota de mi mar salado. Y tú te ibas.

Tu corazón manso, sin revuelo,

fatuo de haber sido justo.

 

¿Por qué no has sido para mí?

¿habrá de amanecer esperanza

detrás de tu ausencia?

ahora -a esta hora es de noche-

las estrellas palpitan inconstantes,

yo lo sé de rutina;

la luna me acompaña, tan llena de día,

le doy vueltas a un “¿por qué?”

que nadie sabe. No sabes. No sé.

 

Me condeno pensándote,

me desvelo en sueños;

hago a mi olvido pronunciar tu nombre,

hago a mis ojos el trazar tu rostro,

hablo conmigo y me lo grito

-quizás yo merecía eso –

nadie lo sabe. No sabes. No sé.

 

Te aferro entre espinas. Tu infeliz desmemoria;

para entonces, el amor no es bello, ni dulce,

ni deseado; Es un dolor constante y frío,

que no me suelta, no quiero, rehúyo

y me despierta a las tres con cuatro

a escribir estupideces.

 

Tú por allá sonríes y vives dichoso

-no tan lejos de lo que yo quisiera-

mientras yo muero. Recuerdo.

Cada palabra retumba en mi lengua,

la nada de felicidad que tuvimos

y lo tanto, tanto, tanto que la necesitaba.

 

¿En qué momento te permití romperme?

¿en qué momento me reduje a “ninguna cosa”?

¿cuándo yo me he metido en este círculo,

del cual yo quiero, pero no puedo encontrar salida?

 

Me dueles, cómo me dueles todavía;

he de dejar este cuerpo, este mundo, esta vida;

he de perdonarme y odiarte siempre;

he de, quizás, un segundo, yo deba…