“MIGUEL ANTE LAS PUERTAS DEL ABSURDO”

Von

MIGUEL ANTE LAS PUERTAS DEL ABSURDO

 

Prólogo

 

La lírica nos habla con lenguajes que es fácil confundir, versos ambiguos que pintan la belleza de una joven. También están los versos amorosos que quieren reclamar correspondencia, que admiten el más duro menosprecio. Y están las espinelas, cuyas quejas embriagan, como suelen los sonetos, con garbo y con maestría aprovechada.

En cambio, al escribir versos extraños, curiosos y que tengan el perfume de toda la poesía que se ofrece, es justo dar parcelas al suceso, contar el episodio, y, muchas veces, jugamos los poetas con el verso, queriendo ser poetas solamente, dejando a un lado el cuento, la novela, relatos y patrañas singulares.

Y hay veces -sin que siempre ocurra el caso- que pide la poesía ser un drama, que pide ser un cuento, algún relato. Yo sueño que hay relatos que nos hablan de todo lo que somos, lo que fuimos, de aquello a lo que aspira ese futuro. Yo digo que hay relatos que nos dicen que todo lo que somos, lo que fuimos y lo que, al fin, seremos es poesía.

Y siento la poesía muy cercana, muy próxima a los versos que quisiera, si no es la prosa tosca que presentan. ¿Queréis decir que soy un mentiroso que vive prometiendo y no da nada? Yo quiero reclamaros lo que es mío: jamás neguéis que, en todo lo que escribo, por más que se os antojen densas nieblas, los versos se hacen prosa muchas veces.

Los cuentos que aquí os dejo son curiosos, tal vez pura poesía, si se quiere -quizás la poesía nunca os gusta-. Yo dejo estos relatos al capricho del aire, que los lleve donde quiera, y allí podréis hallarlos cuando toque. De todos modos, si es algún escrito, diré que la pereza que os anida no quiere que miréis aquestas líneas.

Y, en fin, que no es mentir a los amigos que el ritmo de la prosa suena a verso y el verso se hace prosa sin la rima. Yo quiero que, en mi prosa, como siempre, el verso, sin la rima, siendo prosa, se vuelva verso claro y transparente. Y en él os contaré lo que le ocurre, las cosas que le pasan a un muchacho que toma los pinceles y la pluma.

Miguel, aunque parezca un insensato, también tiene en su pecho sentimientos y existen mil ideas en su mente. Veréis que es algo torpe, y, como un niño, sorprende su inocencia cuando busca la magia de los charcos en otoño. Pero es un hombre noble y, de su pecho, podréis ver cómo nacen ambiciones muy propias de las gentes infantiles.

Cazar las mariposas de la lírica también es obsesión de los más sabios y el verso puede hacerse aquí más claro: Miguel es un poeta cuando quiere pintar el aire mismo y cuando busca tener conversaciones con la brisa. ¡Tener conversaciones con la brisa! ¡Tener conversaciones con la brisa no deja de ser propio de uno mismo!

Sin ser un escritor de gran valía, podréis hallar que es justo lo que busca, que tiene la pasión del humanista. Y así comprenderéis que estos imbéciles -lo digo en buen sentido, si es que hay duda-, también tienen talento de algún modo. Y no penséis que insulto al buen muchacho: no en vano, es mi trasunto y yo lo digo, pues es parte de mí, en sus obsesiones.

No quiero que digáis que soy agreste, que vivo fulminando a los ingenuos, que extirpo la esperanza de sus mentes. Yo mismo tengo un ápice de ingenuo, yo mismo soy ingenuo y lo declaro, por eso la poesía me apasiona. Y en esto estoy, haciendo mis relatos sobre un muchacho tardo, mas sensible, capaz de comprender cosas curiosas.

Tan solo son los locos y los sabios aquellos que le dan rostro a la brisa y escuchan la palabra de la lluvia. ¡Y qué dirá la lluvia a los que sienten que cae con un discurso de los cielos, como una bendición que se regala! Dejemos a la lluvia y a las brisas, las playas, las montañas y los valles, si es cierto que nos hablan de nosotros.

Y pienso que esto vale como pórtico.

 

MIGUEL ANTE LAS PUERTAS DEL ABSURDO

(relatos)

 

I

 

Los raros pensamientos que se escapan

 

Buscar en las bandadas de estorninos la noche silenciosa que contempla los brillos y la plata de la escarcha, y hallar también los ecos de la noche que viene a resolverse, si amanece, con esa luz que llena el horizonte, y, al encontrar la luz del horizonte -la luz del horizonte la revela-, la llama reflejada en el riachuelo.

Así supo Miguel que las auroras son solo una ilusión, ese momento confuso en que la sombra se retira, y, entonces, solo entonces, sin apuro, se viene el nuevo día levantando como un bostezo lento en cada playa -las playas de esta tierra son hermosas y el agua de los mares toma el oro del brillo que relumbra en sus colores-.

Y asó tomó el carbón en una mano y quiso dibujar, de un trazo solo, los cabos que asomaban a lo lejos. Las densas arboledas malheridas sabían claudicar, porque el estío quedaba en la derrota del pasado y el cielo, sus promesas y sus luces venían ofreciendo fortalezas que encierran los inviernos en sus jaulas.

Miguel corrió, de golpe, sin moverse, por esos laberintos tan extraños que pinta el sueño breve, si despierta, pues fue un instante solo, como un rayo que llega de los lejos y se pierde, volando en un segundo hacia la nada: las raras ocurrencias, a menudo, recorren nuestra mente y, persiguiéndolas, nosotros nos perdemos en nosotros.

Miguel perdió, de golpe, un pensamiento. No supo si era un verso repentino que vino y que se fue con la marea, ni pudo averiguar si es que sentía pasiones que ni él mismo se explicaba -a veces, no sabemos qué sentimos-. Supuso que era solo una locura, tal vez como la voz que suena ajena, llamando, tras la puerta en los portales.

Y recordó, por fin, que, siendo agosto, de noche, en la ventana de su casa, mediado el mes, volaban las estrellas. Habrá, tal vez, estrellas en el mundo callado del espíritu de algunos, y él era un elegido o un desgraciado. Miguel se sospechaba diferente, buscando sus pinceles, la paleta, fijándose en el lienzo en que pintaba.

-Un raro pensamiento que se escapa.

Así dijo Miguel, seguramente, sabiendo que era rápido el destello.

-Un raro pensamiento -se decía, seguro de que, prestas, las ideas podían ser tesoros que se pierden. Y no era soportable, en modo alguno: que vuelen los dineros es tristísimo, sabiendo lo que cuesta conseguirlos.

El aire, al comprender lo sucedido, le dijo que calmara sus impulsos, que había de mostrarse más sereno. El aire, el sol naciente en lo lejano, las olas y las hojas de los árboles, los árboles, la acera, los asfaltos, dijeron a Miguel lo que pensaban, y, viéndolo irritable, repetían, de nuevo, sus cansadas reflexiones.

-Un raro pensamiento se me escapa.

Y el raro pensamiento fugitivo no quiso regresar, no volvió nunca. Jamás volvió la idea a sus lugares, Miguel se quedó pobre para siempre, dudando del tesoro ya perdido. Tal vez la golondrina que despierta se muestra como el rayo de una idea que busca libertad entre las brisas.

-Un raro pensamiento vale mucho.

Y el aire vio al muchacho atormentarse, lo vio la brisa fresca, la hojarasca. Después, la lluvia misma se hizo boca y dijo sus consejos al mozuelo, queriendo que dejase sus antojos. Valía comprender, en todo caso, que siempre las ideas repentinas escapan y regresan a su antojo.

Lo hablaron los castaños, lo dijeron los robles de la senda, aquellas charcas de un tiempo en el olvido, hace no tanto. Lo dijo el mar, lo hablaron las estrellas, desde los escondites cavernosos que esconden su belleza, cuando es día. Y el lienzo fue llenándose de llamas, de luces de colores y de otoños que hablaban de esos raros pensamientos.

Lo cierto es que no estaba ya tan triste.

 

II

 

La extraña pervivencia de las cosas

 

Las gentes más modernas, cuando dicen las cosas que nos dicen, se confunden, nos mienten, nos engañan, sin saberlo. Pensad solo un momento en estas cosas: el mundo en que vivimos nos deslumbra con la tecnología del presente: podemos mandar trastos a la luna, viajar hacia los astros, si hace falta, buscando una aventura tras la atmósfera.

Y, en cambio -porque suele ser frecuente-, si vamos caminando por las villas, hallamos pervivencias de otro tiempo. Los siglos del pasado, que regresan, nos hablan de recuerdos imborrables y el grito de la historia nos lo advierte: estamos rodeados por la historia, los tiempos del ayer, los que se fueron, repiten la palabra pervivencia.

Pensad en esas flores que dibujan un sol alegre y bello que trae suerte, labrado en la madera, en esos hórreos, y habladme de los carros ancestrales, de boinas en los rostros más enjutos, el negro en el vestido de las viudas. No todo son los altos corredores de un sexto en las ciudades cuyo tráfico maltrata las pasiones del espíritu.

¿Estamos arrojados al pasado? ¿Vivimos en los tiempos ancestrales? ¿Volvemos hacia atrás como en los cuentos? No es eso, desde luego, pero es cierto que no acabó del todo la Edad Media, que sigue entre nosotros, que persiste: buscad en las iglesias de los pueblos y el polvo del pasado, siempre virgen, dirá lo que es el tiempo, si no corre.

En este mundo nuestro, el más efímero, la vida se nos va, se van las horas, y, en cambio, algo subyace para siempre. Diréis que es la locura de las gentes que dicen lo que digo, que repiten en vano sus curiosos argumentos. No estamos arrojados al pasado, y, en cambio, algo pervive en el presente del tiempo que se fue con esos siglos.

Sabed que los caminos enmudecen, que no quieren contar lo que conocen, pues saben que el pasado no se escapa: lo saben bien los pícaros y callan, lo guardan como el oro de esos cofres del viejo bucanero en las películas. Y en esas casas viejas de los pueblos, lo dice cada viga, si resiste, tras ver pasar los años a su gusto.

En fin, que, al arrojarnos al pasado, nosotros descubrimos que el pasado resiste, permanece y nos abraza. Y somos lo que fuimos hace siglos, tenemos esa sangre de los nuestros y el beso de la brisa en nuestro rostro, si quiere hablar del agua y de la tierra, del fuego y de la lluvia que nos llega, del aire que sepulta cada verso.

Y el aire que sepulta cada verso querrá corroborar esto que os digo: las villas, las aldeas son pasado. Rincones y lugares nos lo dicen, si suenan las campanas de la torre, si llama el bosque holártico a la gente. Y existen los que van a coger leña, los mismos que se agachan por castañas y van a recoger esas bellotas.

Miguel oyó decir a los arroyos palabras que llegaron a su espíritu, sonidos que llenaron su confianza. Pintar el bosque herido por la helada, besar la brisa fresca del otoño y hablar con el paisaje se hace bello. Y el aire, parlanchín como los ríos, mostraba juguetona su alegría, pues suele ser un bicho revoltoso.

Y no sintió pesar, al comprenderlo: supuso que el helecho, desde siempre, había contemplado aquellos hórreos, que el alba conocía aquellos hórreos, que el viento acariciaba aquellos hórreos, igual que a los regalos más preciados: estaban en lugar de otros más viejos, vencidos por el hielo y la carcoma que no acabó del todo con los hórreos.

Miguel supo que el tiempo era constancia, que nada muere o nace a su albedrío, que todo va tomando su relevo. Y aquella vieja torre en lo lejano, cansada tras los siglos, sonreía como una vieja alegre en decadencia. Y vio en la decadencia la hermosura del paso de los años que maltratan y otorgan, a su vez, un ser auténtico.

Pensó que era un regalo de los dioses.

 

III

 

El caso de los libros nunca escritos

 

Las páginas del libro nunca escrito tentaron a Miguel, aquella tarde, después de la merienda, en la cocina. Las páginas del libro nunca escrito… ¿Quién tiene en sus mansiones apartadas un libro semejante, si esos libros no existen en las viejas librerías? ¡Busquemos en las viejas bibliotecas! La anciana que nos oye queda atónita:

-No hay libros nunca escritos -nos explica.

Seguimos insistiendo y se molesta:

-No hay libros nunca escritos -nos repite.

¿Existen esos libros nunca escritos? ¿Existen esos libros como existen quizás esas ideas del antaño? Platón creyó que sí, los escritores nos dicen que su número es enorme, y acaso nos quedamos con la duda.

La culpa es de Miguel, sus ocurrencias parecen ser extrañas, son extrañas y estamos de cabeza por su culpa: los suyos siempre son los más extraños de todos los más raros pensamientos que tenga en esta zona un personaje. Miguel, antojadizo como siempre, se impone que hay un libro nunca escrito, supone que hay un libro nunca escrito.

Tal vez en el lugar donde los sueños se tornan aventura, están los libros escritos por los sabios de otras veces. Si va a su habitación, podrá encontrarlos: allí está Gulliver con don Quijote, y alternan con poesías y novelas. De pronto se le ocurre que esos libros existen cuando el genio que se inspira los plasma en el papel y les da cuerpo.

Mirad, en el cajón de la mesita, buscando sin apuro, encuentra un diario y el diario es un regalo de otro tiempo. El diario es un regalo de una madre que ya quiso decirle que debía plasmar sus pensamientos, atraparlos. Quizás un pensamiento se deprima, cerrado en un papel, como esas moscas que mueren, que se asfixian en un frasco.

Miguel está enredando como un niño, se siente un escritor, inventa versos, descubre en la palabra un mundo extraño. Y todo es de repente sugestivo, capaz de cautivarle, como el vuelo febril de la raitana en primavera. Pensad que la raitana, en primavera, quizás como en otoño, nos invita, febril, a hacernos vuelo repentino.

El caso es escribir sobre raitanas, acaso sobre bosques hechizados, quizás sobre las brujas de los cuentos. Las brujas de los cuentos, por supuesto, no son esas que veis en las aldeas, curiosas pitonisas sin arcano. Algún meigallo temen los gallegos, y el caso es que no estamos en Galicia, y así, sin ser Galicia, existen brujas.

Miguel, que es un amante del paisaje, describe los lugares que conoce, los árboles, los montes, los helechos… Y, entonces, en paisajes tan idílicos, el tren pasa corriendo, marchitando la magia del ayer o renovándola: no en vano, en esos trenes, el rescata vivencias de otro tiempo, siendo niño, momentos cuyas noches quedan lejos.

Y el tren sigue su marcha en esos cuentos, y queda todo calmo, nuevamente, con esa paz que saben las urracas, con esa paz del glayo, si es el glayo, con esa paz que sienten los pinzones, volando por las ramas, escondiéndose del aire, del milano, el ratonero, del frío del otoño, si es otoño, de todas las tristezas de esta vida.

¿Hay trenes en los cuentos infantiles? Los niños, sin embargo, los adoran: el tren los magnetiza, desde luego. ¿Quién no saludó al tren, cuando era niño? Y son muchos los trenes que pasaron, son muchos esos trenes que se fueron buscando una estación en que pararse. ¿Buscando una estación? Un asidero de luces y esperanzas para trenes.

La caja de pinturas ya no basta, los óleos de otro tiempo, sin cansarle, no llenan ya su sueño, como otrora: Miguel se ha transformado, y, en su espíritu podréis hallar el verso y la poesía que tiene ese discurso del profeta. Quizás ese discurso es la locura que debe entrar en todos, liberándonos de la razón estricta que nos cansa.

Los libros nunca escritos nos sorprenden.

 

IV

 

Soñar con el final de la aventura

 

Miguel se resistía a comprenderlo:

-La nieve ya, sus blancos en las cumbres -le oyeron pronunciar en la distancia.

Miguel lo dijo al aire que volaba:

-¡Qué pronto nos quedamos sin verano! -supieron escucharle los castaños.

Y el caso es que vio tristes los follajes:

-Parece que ya quieren desnudarse -les dijo, con el alba, a aquellos bosques.

Después, siguió el paseo acostumbrado: correr por los caminos de la aldea, seguir por esas rutas conocidas… Al fin y al cabo, él era como el aire, la voz del aire mismo y los castaños, pues era también parte de la zona. Y vio, desde la altura de los montes, la espuma en esas costas que sentían los golpes repentinos de las olas.

Miguel oyó la voz de la mañana, que huía de sus ojos con la aurora, corriendo los paisajes de otras veces. Miguel sintió la pena de la tarde, que huía hacia un crepúsculo temprano, querido por la envidia de la noche. Miguel halló una estrella en las alturas, temblando por el frío de noviembre, quizás por un diciembre ya cercano.

Miguel se resistía, pese a todo:

-No puede ser que mueran ya los bosques -se dijo al ver el llanto del otoño.

Miguel se rebelaba ante los hechos:

-No puede ser que muera ya la tarde -se dijo al ver las luces del crepúsculo.

Y el caso es que los árboles callaban:

-Los siento en un bostezo con la nada, sumidos en la bruma del letargo.

Y quiso regresar a la cabaña, dejando atrás caminos y senderos que vieron su paseo vespertino. Y anduvo adivinando, entre las sombras, la ruta hacia el lugar donde moraba, sintiendo el fresco aliento de la noche. Y quiso maldecirlo y lo maldijo, temblando como un niño en el regreso, lanzándose al regazo de una madre.

Y pudo caminar entre el otoño, y hallarse con las hojas del otoño, hacerse parte misma del otoño. Y puso ser amor con el otoño, y hallar también su abrazo doloroso, terrible, como el filo de un cuchillo. Y pudo ser el alma de la noche, vivir en la penumbra con el mundo, saberse sombra vana entre las sombras.

Miguel siguió jugando a aventurarse:

-No puedo equivocarme, esta es la senda -decía, fatigado, en su regreso.

Miguel sintió el cansancio en las rodillas.

-No puede venir mal darme una ducha -pensó, para infundirse nuevos ánimos.

¡La noche parecía tan inhóspita! Y no escuchó los ecos de los cárabos, llamando, convocando a los espíritus.

La gente que construye sus moradas no lejos de los bosques, muchas veces, se siente amenazada por sus gritos. Los cárabos son seres misteriosos, igual que el alarido de la muerte que el necio se imagina, hacia el ocaso. Los viejos sienten siempre ese misterio que llega con la niebla de la noche, rozando las ventanas de los vivos.

Miguel, que no creía en estas cosas, gozaba, con febril romanticismo, del oro ante la luna y del hechizo: las llamas del otoño, el viento fresco, la escarcha de la helada, en esos días, las voces de los cárabos, la luna… Miguel era el señor de aquellos reinos, gozaba del paisaje, lamentándose de aquella muerte triste del verano.

Miguel se resistía a comprenderlo, quería resistirse, pese a todo, jugando a aventurarse como un necio. Miguel sintió la brisa a sus espaldas, le quiso decir algo y un bostezo llegó apurando el paso del muchacho. Miguel, al darse prisa, lamentaba la herida que le hacía aquel zapato: tendría que comprarse botas nuevas.

Y al regresar a casa, como siempre, cansado de esos viajes azarosos, se quiso prometer que volvería: amaba las escarchas de la helada, los llantos donde el aire se hace fresco, los brillos de la luna malherida. Y pudo ver, lejana, la cabaña, saber que estaba cerca, disfrutando de verse ya en mansiones conocidas.

Aquel era el final de la aventura.

 

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez

  • Autor: Von (Offline Offline)
  • Publicado: 23 de octubre de 2021 a las 05:28
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 83
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