A la deriva

Alberto Escobar

 

Se le hundió su memoria
y emergió por sorpresa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era un barco a la deriva.
No me recordaba,
mi fisonomía era ajena
a su biografía, soy su hijo,
fruto de sus óvulos,
sangre y lóbulos de sus lóbulos,
quejido de su quejido,
hambre de su hambre,
ajeno a sí, pensé en la eternidad
de un instante que la llave
que acercara al cerrojo de la puerta
fuera quizá una llave maestra
y la puerta fuera extraña, mudada
de lacería y festones de distinto
labrado, de otro caoba, de otro...
Acerqué mi mirada a la suya,
introduje mis pupilas en sus pupilas
con ánimo de escudriñar el misterio,
el olvido, el borrón y cuenta nueva
que acontece cuando las cuadernas
del navío sucumben ante la broma.
Viajé por su óptico nervio
hasta la eléctrica desembocadura
de su encéfalo, desolado, Numancia
tras el definitivo asedio de Escipión.
Viré hacia el hipocampo, donde sí
hallé respuestas —no en vano allí
se alza el hogar de los recuerdos—.
Leyendo la genética crónica del desastre
tomé para mis adentros la esencia,
la razón y causa del varamiento.
Con las cartas en la mano — y fungiendo
de neurotransmisor— corrí hacia el escenario
de los hechos y —con no poco trabajo—
reanudé lo que colgaba en el vacío.
El viaje de vuelta fue una suerte de Ítaca,
una miscelánea de sabores y sinsabores,
hasta que me retiré de sus ojos para que
pudiera reconocerme; y así lo hizo.
Mi subsiguiente sonrisa coloca cual mejor
epílogo el broche de oro a esta odisea.

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