Dragón en mi ventana (cuento)

Octavio Márquez

 

 

     A lo largo del piso de la habitación había juguetes, largas escaleras numéricas en un cuaderno, oraciones con algunas faltas de ortografía en  otro, y coloridas figuras en hojas. Valerosos caballeros con armaduras centelleantes, y espadas erguidas a la luz del sol. Dragones respirando fuego vivo y toda clase de monstruos que se puedan imaginar. Curiosa es la mente de un niño, que mira figuras ocultas en la sombra de objetos, las posibilidades en el viento, el paso serpentino de la lluvia en las ventanas y lo plasma con cincel de crayola y lienzo de papel.

Eran las 5:00 am, y algo irrumpió el sueño de Horacio. A lo largo del apartamento se escuchaban gruñidos de una bestia, aullidos, quejidos y golpes. Era en el lavadero del departamento del primer piso. Algo arrastraba cosas y pateaba metal. Con gran valor, el pequeño saltó de la cama y se dispuso a ver de qué se trataba. Abrió la puerta de su cuarto y escuchó otro golpe, se refugió tras la perilla de su puerta por unos segundos, la cerró y se escondió bajo las sábanas. Imaginó que vivían toda clase de creaturas hasta que su padre llegó por él,  para desayunar e ir a la escuela.

-Vamos Horacio-dijo extendiendo su mano.

La convivencia con sus padres tranquilizó un poco al niño. Si algo ocurría, ellos lo protegerían. Así que el susto dejó de hacer efecto. La semana transcurrió normal. No escuchó nada un solo día. Probablemente el monstruo había muerto, pero cada vez que pasaba junto a esa puerta la miraba con recelo y algo de temor.

Era jueves, y las vacaciones estaban muy cerca. Horacio llegó brincando al edificio de la mano de su padre, pues irían de visita a casa de la abuela. En el bosque, con todos sus primos. La emoción lo desbordaba, pues tenía mucho tiempo que no los veía. Sin percatarse, de entre la sombra de un árbol del estacionamiento se acercó un niño. Era su vecino Miguel, quien subía con ellos las escaleras, y le platicó a Horacio que vio al dueño del departamento del primer piso. Le dijo que era un viejo dragón.

Su piel es pálida-le dijo con mucho miedo-, tiene ojos de dos colores, piel escamosa, garras y una cola larga. Me habló para ayudarle a arrastrar una bolsa fuera de su casa. Estoy seguro que eran los huesos de  un animal o una persona que se comió.

Miguel siguió hablando sobre su ronca voz y demás atributos físicos deformados por su imaginación. Horacio no podía ni hablar. De seguro es la persona que se comió el otro día, pensó para sí, mientras el vecino entraba a su casa y su papá sonreía al escuchar el relato de aquel niño.

Llegó la noche, y con ella renació el miedo de Horacio, ahora sabía que su enemigo era un dragón ¿Cómo combatirlo? ¿Volaba? ¿Y si escupe fuego? Pero el peso del sueño cayó prontamente sobre sus ojos. Era hora de dormir. Apenas habían pasado unas horas, y comenzaron los gruñidos y golpes de nuevo. Esta vez con mayor violencia. Sentía la furia de los golpes en las ventanas y la vibración del muro. El dragón escalaba la pared. Sabía que era cuestión de tiempo para que intentara hacerles daño. Pero esta vez sintió algo. Debía ser valiente, y defender a sus padres.  Calzó sus viejas espinilleras del fútbol, sus coderas y un casco de bicicleta. Lentamente se acercaba a la cocina, mientras escuchaba a sus padres dormir. Al llegar a la cocina, tomó la escoba, le quitó el palo. Y con la otra mano, agarró por el asa la tapa de olla más grande que había. Los golpes azotaban la cocina. Eso no sería suficiente, arrojó al lado el palo y la tapa, tomó el pesado bote de basura y lanzó con toda su fuerza el contenido hacía abajo. Un grito inundó la noche, después no se escuchó nada.

¡Maté al dragón!- exclamó victorioso.

Al fin era viernes. No había rastro del dragón y en cualquier minuto saldrían de viaje. Horacio se quitó el uniforme de la escuela con alegría, sacó una mochila llena de ropa. Tocaron a la puerta y Horacio corrió a abrir. Esperaban a que llegara su madre para partir. Abrió la puerta y se llevó una enorme sorpresa, era el vecino del departamento de abajo.

Buenas tardes-dijo en tono grave y seco-¿están tus padres?

Horacio retrocedió dos pasos y no dijo nada. Era justo como lo describió Miguel: Su piel blanca y ceniza, un ojo verde, y otro café claro, cola transparente que se asomaba arriba de su bolsillo, piel escamosa y uñas muy largas.

Buenas tardes  señor Marmolejo-dijo el padre de Horacio.

Buenas tardes. Disculpe que lo moleste, pero arrojaron basura a mi patio y quería saber el motivo-dijo con voz grave el anciano.

¿Disculpe?- dijo con tono dubitativo el padre de Horacio-nosotros no lo haríamos.

-Anoche arrojaron una pila de basura, y entre los papeles encontré su recibo del agua-argumentó Marmolejo con mirada seria.

-¿Horacio?, ¿sabes algo sobre esto?-preguntó en tono inquisitorio su padre.

-Yo…quería matar al dragón-respondió con pena y tristeza el niño.

-Lamento esto, señor. Mi hijo irá a limpiar en seguida lo que ensució.

Mientras cerraba la puerta, se asomó una mirada desdeñosa de Marmolejo. Minutos después, llegó su madre. Hablaron acerca de lo que había hecho el niño, y concordaron en que bajara a limpiar.

-Hasta que limpies lo que hiciste nos iremos de viaje-dijo su madre con tono de decepción

-Pero mamá, Miguel dijo…

-¡Nada! Tu padre me contó lo que te dijo Miguel. Es un niño muy grosero. No deben decir esas cosas. Ni actuar así. Ese hombre vive solo y es grande. Le deben respeto. Irás a disculparte y limpiar tu desastre.

Cabizbajo se dirigía hacia la puerta-espera, Horacio-lo tomó del brazo y lo regresó frente a ella-eres un buen hijo. Ayudas en la casa y siempre obedeces, pero no debiste hacer eso. Lo que Miguel te dijo está mal, y quiero que lo entiendas, ¿sí?

-Sí, mamá-respondió con unas lágrimas mientras se retiraba.

Al llegar a la puerta de Marmolejo, se dio cuenta que estaba abierta. Antes de tocar escuchó-¡Pasa!-empujo ligeramente la puerta, y se dio cuenta de aquel lugar. Parecía un pequeño departamento. Había dos libreros inmensos llenos de libros. Arriba de ellos, así como en la mesa, muchas estatuas de héroes griegos y latinos.

-Los convirtió en piedra-pensó.

-¿Vas a ayudarme, o a admirar mi trabajo?

-A limpiar. Por favor no me convierta como a ellos.

-¿Qué?- preguntó con curiosidad el anciano.

-Usted los hizo así, ¿no?

-Yo los hice. Pero con mis manos, mármol, un martillo y cincel.

-¿No los hizo así con sus ojos de dragón?-preguntó con la inocencia del mundo en sus ojos.

-¿Eso piensas?

-…Sí.

El anciano lo miró fijamente unos segundos, y después de eso rió tanto, y tan profundo como no lo hacía en mucho tiempo-me hiciste la tarde, pequeño. Cuando termines te contaré una historia. No soy un dragón. Se retiró riendo a su cuarto. Al entrar al patio, se dio cuenta que había un perro. Se sorprendió y emitió un sonido seco-¡No te hará nada! Le gusta jugar. Era un labrador negro, con unos ojos enormes, movía la cola y brincaba de emoción. Lloraba y golpeaba todo con su cola. Agarró un pedazo de plástico tirado y gimió mientras empujaba al niño con su cuerpo y su cintura. Se sentó frente a él y le dio la pata. Horacio lo abrazó y acarició mucho. Mientras barría y recogía, jugaba con el perro, lo acariciaba y se agachaba para que le besara la mejilla. Marmolejo sólo lo observaba con una sonrisa levemente dibujada en su rostro.

-Niño, ¿ya terminaste?

-Ss-sí, señor-respondió con cierto nerviosismo.

-Muy bien. Ven acá-se acercó el pequeño con  cierto temor-sé que lo que hiciste no fue por maldad. Pero no lo vuelvas a hacer, ¿de acuerdo?

-Sí.

-Entonces puedes ir a casa, tus padres…

-Señor-interrumpió Horacio- si no es un dragón, ¿por qué tiene la piel así?

Una sonrisa cálida adornó la cara del señor. Sus arrugas se acentuaron y miró a la nada con melancolía.

-Yo era escultor, por eso me dicen “Marmolejo” pero mi piel es delicada, y se dañó por el polvo.

-Ohhh, y  ¿por qué tiene garras?

-No son garras, sólo no me ha importado cortar mis uñas.

-Ahhhh, y ¿por qué sus ojos son de dos colores?

-Se llama heterocromía. Se transmite de padres a hijos, pero no todos lo tienen.

-Ohhh, y ¿por qué tiene cola?

-No es una cola. Se llama sonda, y me ayuda a hacer pipí. Hace tiempo estuve en el hospital, por eso la tengo. Pero ya me estoy recuperando.

-¿Usted leyó todos esos libros?

-Sí.

-¡No puedo creerle!-respondió con asombro-debió tomarle toda la vida.

-No toda, pero sí muchos años.

-¿Cómo se llama, señor?

-Mi nombre es Melquiádes

-Ohh, es un nombre bonito. Yo me llamo Horacio-respondió llevando su mano al pecho.

-¿Cuántos años tiene?

-¿Cuántos crees que tengo?

-¿Cien?-preguntó con duda.

-¡Jajajaja! Por supuesto que no. Pero he visto muchas vidas-se levantó a dejar una pequeña canasta con sorgo y alpiste en la ventana.

-¿Tiene aves?

-No. Pero les dejo comida

-¿Por qué las alimenta si no son suyas?-preguntó con el ceño algo fruncido

-Porque las aves cuentan historias. Hace muchos muchos años, la gente pensaba que las aves se posaban en los hombros para contarte lo que veían. Para enseñarte.

-¿Lo hacen?-preguntó con asombro Horacio

-A veces-respondió con una sonrisa confiada Marmolejo mientras se sentaba de nuevo.

-¿Y todos esos señores que creó?, ¿Quiénes son?

-Son héroes de libros. Personas tan valientes que combatían monstruos, salvaban a mucha gente y viajaban hacía lugares que nadie había visto jamás.

El tiempo voló. Marmolejo contó decenas de historias. De lugares antiguos, árboles que alcanzaban el cielo, navegantes intrépidos que luchaban contra la fuerza del mar y los dioses mismos. Le explicó cómo es que una semilla puede germinar y latir bajo las entrañas de la tierra; la voz de los primeros hombres y el momento que se tomó el primer lápiz, y de una señorita tan hermosa que parecía tener estrellas en lugar de ojos. Horacio preguntó quién era, pero no recibió respuesta. Sólo descripciones de su voz tenue como el susurro del viento en una mañana fresca, su mano cálida y firme.

-Debes irte-dijo con una voz suave el anciano-tus padres deben preguntarse por ti.

-Pero quiero que me iré muchos días. Y quiero que me cuente más historias-respondió con tristeza el pequeño.

-Aquí estaré. Mis historias serán tus historias, y serás el ave que hable sobre el cielo, los bosques y el mar.

Horacio se levantó del suelo, le dio un fuerte abrazo y se retiró. Después de todo, tenía muchas historias y viento nuevo qué llevarle a sus primos.

 

 

 

 

 

Octavio Márquez

 

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