Ser un perverso.

Y aunque me quedara mucho tiempo, tarde se me haría para decirle que la que la quiero,
no como ella quisiera si no es que mejor y que me atrapó su cuerpo.
Planeo ser tierno, atento y caballeroso aunque ella no busque eso y solo quiera enterrar el sentimiento,
entonces me retracto y pienso:
-¿Qué debo hacer entonces?
-Ser un perverso.

Llegó la hora de ser el que llevo dentro,
decirle cuánto la deseo y que en su cuerpo me estoy muriendo de pasión,
de ansiedad y a veces creo que de amor.

El mirarla sonreír y no poder evitar hacerlo,
el mirar su pelo y añorar sentirlo en mi pecho;
mirar sus manos al hablar y sentirlas ya en mi espalda dejando sus uñas marcadas.
La llegué a tomar de la cintura: pequeña,
deliciosa curvatura que noche a noche creo sentirla sobre mí moviéndose al ritmo de la excitación que ella me provoca
y que sé que ella siente pues no sabe mentir ni su lengua ni su boca.

La pureza radica en su piel:
blanca, tersa, de esas que son inmortales en las memorias que se hospede
y que son tan seductoras que siempre incitan a que regrese.

Sus labios no son más que juguetes tan divertidos y seductores que al besarlos inyectan pasión
y su lengua me enreda entre su saliva que me lleva al éxtasis y hace que se motive mi hombría.

Es una mujer que aunque es lejana a mí,
sé que puedo hacerme de sus nalgas algún día y hacerla sentir una diosa como los romanos lo harían.
Hacerla vibrar al morderle con rudeza innata sus pezones que aclaman la ternura más deseada, como afrodita lo querría.

Es un cuerpo que noche a noche aprovecharía,
llenaría de sudor el barranco de su ombligo donde saltaría al vacío
y caería entre sus dedos para abrirme paso besando cada uno de sus poros hasta llegar a la divinidad de esta mi diosa
y al hacerlo me hincaría,
me atraparían sus piernas de enredaderas a la altura de mis hombros
y me acabaría con versos el milagro de su coño…