Quién Sabrá

Rorschach

   Acababa de convertirme en empleado. Luego de tantos roces familiares protagonizados, principal pero no únicamente, por mi don padre y por mí, decidí tomar un empleo de oficina, uno de medio tiempo. El esfuerzo mental que me supuso sobreponerme a mis prejuicios hacia las oficinas y lo oficinistas fue inmenso, pero no imposible; luego de dos entrevistas y una prueba, ya era parte de una empresa mediana en vías de crecimiento. Porque todavía se podía crecer sin que otros se sintieran inspirados a aplastarte.

   La excitación de un primer trabajo es especial; uno mismo se siente especial, o lo hacen sentir así, después de todo, entre tantos fulanitos, nosotros fuimos elegidos para ser empleados al servicio de una causa noble y legítima como lo es trabajar para vivir, a diferencia de esos que no trabajan, o los que trabajan para que los que en verdad trabajan se hallen irritados al fin del día. El mundo es gracioso. Creo que es mejor pensarlo así, aunque sea una mentirita piadosa que nos hacemos a nosotros mismos; decirnos la verdad, o una de las tantas verdades relativas que están de moda estos días, podría llevar a replantearnos por qué hacemos ciertas cosas hasta el punto de reflexionar si lo que hacemos está bien o mal, es apropiado o inapropiado, o podríamos llegar a pensar que lo que hacemos lo hacemos por mera inercia ejercida por la masa y no por propia voluntad. Podríamos pensar eso, pero pensarlo sería una locura, más aún considerando que si los más lo dicen, así es; que si es un dicho es una verdad legítima; y que si aparece en algún manual de historia de nivel secundario, obviamente se trata de algo totalmente verídico y pensar algo opuesto podría terminar en Marzo, o no terminar.

   Es extraño el efecto;  la oficina tiende a simplificar. Simplifica la vida, facilita las decisiones -siempre y cuando sean las acertadas- y nos evita, en muchos casos, la reflexión. Lentamente siento como soy condicionado a un estereotipo que desagrada conscientemente a los estereotipados de alta gama, pero, ya que agradarnos y agradar a los demás puede resultar complicado y hasta peligroso, voluntariamente desagradamos y encajamos, y todos somos felices siendo agradables desagradables.

   No sabría decir si el hecho de que mi estadía en aquella oficina durase tan sólo cinco días, era finalmente algo bueno o algo malo. Más allá de todo bien o mal, volvía a estar desempleado. Ya habían quedado en el pasado bien pisado los tiempos de vagar durante el día en un estado de semi-agonía inducido por la falta de alimentación y el insomnio, que no paraba de acecharme desde los últimos años de mi adolescencia. Pero la condición siempre estaba latente. Pensé durante algún tiempo que la mejor manera de combatir mis propios síntomas sería ocupar mi cabeza con cosas productivas, y tratar de concretarlas, dentro de lo que me resultase posible. Y es desagradable reconocer que si bien llené mi cabeza de cosas, esas no fueron específicamente de las más productivas que podría haber encontrado; como si de alguna manera me hubiese enfocado sólo en aquellas sumamente efectivas en diezmar mi cabeza. Y así comenzaron a suceder los días... desempleado, vagabundeando en mis propios pensamientos reflexivos que sólo conducían a una panza vacía y la necesidad de someterme a un psicoanalista. Ciertamente estaba desorientado; la oficina no estaba hecha para mí, o yo no estaba hecha para ella; los matrimonios ideales no existen, pero éste es de seguro  el más disfuncional y reactivo que mi condición de monógamo retrógrado pueda concebir.

 

  Levantarme, apagar el reloj despertador, ver el reporte del clima, vestirme, tomar mis vitaminas, tomar el libro del escritorio, lavarme los dientes, salir a la calle y caminar a la estación de trenes a través de la penumbra. Esperar el tren, subir al tren -de la manera menos civilizada posible- viajar a la tierra de ensueño. Bajar en el país de las maravillas y tomar el colectivo a la facultad. Cursar. Hacía rato que las rutinas no se sentían tan bien. Después de tantos delirios y de pulular por las calles de Buenos Aires como una abeja atontada por el humo, supuse que sería interesante -por primera vez desde que dejé una adolescencia a la cual quizás jamás ingresé- ver que podría resultar de la disciplina y los buenos hábitos de los seres adultos formales  (formales: fuera de los libros de literatura).  Supongo que cuando estamos al borde de un conflicto serio de opiniones con nuestro señor padre, lo mejor que se puede hacer es pensar un poco, justamente, en eso en lo que, al menos yo, no suelo pensar muy a menudo, como ser: "en serio, los unicornios no existen y la política sólo sirve para administrar el poder sacrificando vidas; entonces: ¿qué esperas que te ocurra para que hagas algo?". Y entonces, ni un segundo después de reconocer que el dinosaurio quizás sí tiene razón, ejerzo el segundo de los componentes en este sistema de fuerzas ("espero mi momento") y me digno a representar la mediación mentalmente una y otra vez, hasta que el momento llegue de ver como resultan los argumentos. Entonces espero mi momento; y quién sabe, quizás en serio no esté hecho para la vida de oficinista.

 

  • Autor: Rorschach (Offline Offline)
  • Publicado: 19 de mayo de 2014 a las 23:05
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 47
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