Alfredo Buxán

Poemas de Alfredo Buxán

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Alfredo Buxán:

Los dioses balbucientes

A Ulpiano Ros, en su búsqueda insomne.

I

Se apaga, envejecido,
el párpado de un dios
que en otro tiempo derrochaba ira.

Se arrepiente,
mendigo de sí mismo,
del antiguo vigor de su soberbia.

II

Ausencia sólo ofrezco a los humanos,
mi palabra no es luz: era vacuo lenguaje.
Soy un ilustre muerto
que se hospeda en la nada.
Mi primitivo ejército de ángeles
se degrada en saqueos;
mi voz se devalúa en los hogares
en otros tiempos fieles y felices...

III

Las manos de los huérfanos
emergen del vacío temblorosas y enfermas.
Dardos que hienden, rasgan, desmenuzan
el aspecto de penumbra
que esa muerte inaugura.

La divina renuncia es un velo que cae,
es un desvelo:
la hiedra en los altares, los iconos inertes,
la soledad del tiempo devastándolo todo.

IV

No guardan devoción las sacrílegas almas
bajo la inmensa cúpula del templo:
calladamente tiemblan como cirios.
No congregan su fe los pecadores
en rituales carentes de emoción
para elevar sus cánticos al cielo.
Audaces, de tan solos, nos hallamos:
nadie responde ya a la letanía,
ya nadie nos separa del abismo.

V

La génesis del mundo es una cueva
donde llueve el silencio:
el humo de los bosques es ceniza,
los pájaros se arrastran por el fango,
las noches se apoderan de la vida.
La horadan. Nos la devuelven ciega.

VI

No hay una dulce mano
que nos reparta el pan
en la tarde del sábado.

VII

Fue una larga enfermedad,
un fuego que colmaba la vida de los hombres
y mermaba su gozo: una llama incorpórea,
el balbuceo lento de unos dioses cansados.

El día después

La ceniza es un don, como el agua que fluye. Se detiene un instante en la tiniebla que habita las miradas. Arropa con su pátina, y apaga, la luz de los objetos. Hay un deleite imperceptible en esa fragilidad que va tejiendo ruina en nuestras vidas. La levedad de un soplo la esparce por el aire. Deja entonces de herir: nos reintegra a la inicial oscuridad, nos devuelve casi intacto el gozo del olvido.

No hay culpabilidad -apenas erosión- en la ceniza. El día que se junte entraremos en el súbito ahogo de la muerte, en su vaga penumbra. De tal presentimiento, aunque dure un suspiro, extraemos la médula de la sabiduría.

Será un día de bruma, como todos los días. Exhumará nuestra conciencia la turbación del miedo, la pesadumbre obscena de haber existido en el vacío. Y cesará la niebla de todo sentimiento.

La vida breve

Hundido, más que preso, en la fatiga
de estar vivo, sin haber hecho
otro merecimiento que señales de humo
desde el pozo,
sentirás descender sobre tu frente
la placentera humedad
de la indolencia, como si aceptaras
que la vida es un reflejo en el cristal,
un atisbo de música en la noche,
un movimiento
en el lindero del bosque que te hizo soñar
cuando eras niño,
un póstumo gorjeo que inaugura el silencio,
un fuego breve
que sin embargo sirve, lo mismo que un milagro,
para olvidar,
una vez y mil veces,
el subterráneo frío de la muerte.

Espejismo

Quizá haya para mí un lugar al sol,
un cubil de soledad donde extender,
como mantel de olor, el fluir de la duda.
Una sola palabra, un ademán, un rito
que diluya el murmullo del pavor
que se acrece por dentro y disminuye
la fuerza de los músculos, la sangre
ya gastada por el severo tránsito
que nos conduce, ciegos, de la vida
a la muerte, de la nada
a la nada.

Arar el huerto

Vivir ha sido arduo. La lengua
de la angustia
como un áspid
sobre la piel enferma. Sobre la piel
que tiembla.
Contra esa turbiedad,
contra la árida rutina de ese légamo,
cada nueva palabra
es un diluvio de paciencia,
una semilla,
el resto de un juguete, un agua
de cristal
que disipa el veneno
y convierte la sed en una excusa
de la supervivencia.

Para dormir en paz

No temo el arraigo de la soledad
en el derrumbadero de las tardes,
ni el desvalimiento de la cólera
que destruye a traición nuestra esperanza,
ni el agudo entrechocar de la erosión
en la conciencia alerta de mis huesos,
sino tu eterna ausencia repentina,
más grave y más amarga que la muerte.