Él se llamaba René Dávalos. Murió tempranamente, pues los dioses llaman pronto a las mejores criaturas de su creación. Y partió muy lejos con lo que tenía puesto: su traje y su poesía. En estos días, revisando los libros de mi biblioteca, me encontré con un libro de su autoría, perteneciente a la colección “Cuadernos del Colibrí”. Hallé, de puño y letra, en la página primera del texto, unas palabras dirigidas al poeta y crítico literario Roque Vallejos: “Para mi amigo Roque Vallejos, a quien debo mucho de mi vida y casi toda mi poesía, con todo cariño. René.” La fecha, lejana: Nueve de octubre de 1966.
Buscar la realidad se llama aquel libro primerizo del vate. Estamos, pues, a cuarenta años de la salida a la luz de unos poemas que tienen la suspensión del trigo bajo el sol, y los ojos del hombre tratando de mirar cara a cara a Dios, en cualquier estación y en cualquier momento. Él tenía la verdadera voz de los poetas. Y de los poemas. De esos que tú lees, a la noche, y te quedas después pensando: ¡Dios mío; es cierto, es así como suceden las cosas!
Pero también tenía las palabras hechas con la belleza del corazón enamorado, y la fuerza del carbón encendido, para ir quemando el hielo de la soledad que se avecinaba, por dentro, siempre por dentro, en las horas terribles y oscuras.
René Dávalos: tú habías nacido en el año 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y este tu primer fruto poético, esta costilla hermosa de tu verso doloroso, estos paisajes bellos de tu imaginación deslizándose, precipitándose por bosques azules, conocieron el mundo, cuando tenías solamente veintiún años. ¿Quiénes despertaron tan tempranamente a la conciencia de la poesía, a la luz de los cielos, como tú? Pues pocos, nadie casi, diría yo. Tu estrategia fue ser joven y escribir y morir. Te dabas a las palabras rotundas, impacientes, pensadas desde tu conciencia de vate. El vate que ve pasar la vida atravesada dolorosamente por un relámpago, por un cuerno de toro enceguecido. Tú amabas a alguien, y amarla era escribir versos que deseaban tocar las mejillas de los astros. Sí que sabías escribir poemas. Y eras tan temprana luz en la vida, pero ya tenías la revelación de la poesía en tus venas. Imagino que ahora la poesía te extraña. ¿O tú extrañas a la poesía? Buscabas la realidad. Y la realidad era esa mano diestra tuya que escribía, que metía sus versos entre las costillas de Dios para despertarlo de su largo sueño, de su pesado letargo. La realidad no estaba en la superficie; lo sabías. Miraste lo hondo, lo profundo, lo temido. Y te metiste hasta la cintura en lo hondo, en lo profundo, en lo temido. Tenías 21 años y eras joven, y eras enamorado y eras poeta hasta la médula. Llagas feroces, a veces, te consumían a la noche. Tú consumías flores y guiñabas con cierta tristeza a la existencia. Y alguien dirá la vieja queja: ¡Qué lastima no haber vivido más!
Aquellas flores de tus versos nos ayudan a no olvidarte nunca, a tenerte hoy, por ejemplo, en el recuerdo. A saber que tu poesía era tu realidad.
PALABRA HUMANA
I
De sol a sol el hombro
se adelgaza de llevarte
y en la mano nos brota un signo trágico
para marcar las rosas blancas y los pechos.
La voz de un dios ambiguo no te llama
ni te obliga a dejarnos la pureza
de un cielo que sentimos o del alma
que al parecer -y a veces- nos alcanza.
Y es entonces que pensamos
que si no podemos olvidarte acaso seas
sangre nuestra muerta, que se muere
o en Dios palabra errada, absurdo
perpetuamente renaciendo
para parir nuestra sombra por la boca.
René Dávalos
Escrito por Delfina Acosta en el Suplemento Cultural del diario ABC (Paraguay)
Más información sobre Delfina Acosta