Hablar de poesÃa y pobreza es hablar, en realidad, de muchos tópicos relacionados, diferenciados, y hasta independientes. ¿Por qué? Porque al hablar de este tema tal vez lo primero que muchos podrÃan pensar serÃa en la relación bastante común y persistente que se puede observar, aquà y en todas partes, entre un enorme número de poetas y su más que evidente falta de medios, ya no digamos para prosperar mediante el desempeño de esta actividad, o para vivir dignamente de su «producto», sino para sobrevivir. Desde luego que en esta primera acepción de la pobreza de la poesÃa va implÃcita la idea de que la poesÃa es, o puede ser, o debiera ser, un oficio. Un oficio tan real y verdadero, tan válido y necesario como cualquier otro.
Sin embargo la idea -a estas alturas curiosa o extravagante- de que un poeta es más o menos el equivalente de un panadero, de un herrero o de un carpintero, sólo que en lugar de ser un hombre que trabaja con la harina, con el hierro o con la madera, es un hombre que trabaja con palabras, es un poco difÃcil de digerir. En todo caso, lo es para una sociedad moderna, contemporánea, que cree a pie juntillas en la división del trabajo que ha dejado a las «bellas artes» aisladas en un limbo del que no atina a salir desde hace mucho tiempo. Un coto de caza privado. Un espacio donde lo único que se le pide al artista es que produzca objetos tan bellos como inútiles, y donde al poeta se le pide que escriba inútil, pero conmovedoramente. Un coto privado, sÃ, pero privado de sentido social, de razón de ser y, por supuesto, de los medios adecuados para sobrevivir.
Y es que, entre otras cuestiones, hay que tener presente que la poesÃa, a diferencia de la panaderÃa, la herrerÃa o la carpinterÃa, no es simplemente un oficio. Un carpintero puede decidirse a construir una mesa de acuerdo a ciertas especificaciones y saber de antemano que sus resultados coincidirán con los planes previos; pero ningún poeta puede saber cómo será su poema hasta el momento de haberlo terminado. ¿Quién en nuestros tiempos -«malos tiempos para la lÃrica» como decÃa Bertolt Brecht– estarÃa dispuesto a reconocer como un oficio una actividad donde no se sabe cuáles van a ser los resultados del trabajo hecho, si es que puede considerarse esto un trabajo? He aquà una segunda dimensión de la pobreza, a la vez que de la dignidad, de la capacidad de búsqueda y de riesgo, y de la radical extrañeza de la poesÃa.
Una tercera modalidad de la pobreza de la poesÃa tiene que ver con lo poco -o casi nada- que se lee poesÃa en nuestra sociedad y en nuestro tiempo. Es evidente que esta tercera forma de ver la pobreza de la poesÃa está Ãntimamente relacionada con las dos primeras. Más aún: se podrÃa pensar que las condiciona. Sin embargo tendrÃamos que preguntarnos si esto es del todo cierto. De obtener una respuesta afirmativa, tendrÃamos que preguntarnos entonces, ¿por qué es asÃ?
¿Será un asunto meramente económico?
En su ensayo El final de la poesÃa, Hans Magnus Enzensberger reflexiona acerca de las relaciones entre los lectores y la poesÃa, y afirma, con mucha razón, esta curiosa verdad, «hasta donde sabemos, la poesÃa es el único medio masivo cuyos productores exceden en número a sus consumidores». Para concluir: «la poesÃa ha resultado ser incompatible con las leyes generales del mercado».
En efecto, podemos considerar a la poesÃa como una verdadera reserva ecológica en el mundo devastado del libre mercado, porque como objeto de consumo la poesÃa prácticamente no existe. Y ya que hablamos en este punto de las relaciones entre poesÃa y pobreza en su aspecto más banal, en su dimensión más sorda, aquella que tiene que ver con el dinero, tal vez deberÃamos preguntarnos: ¿qué pagan un editor o un lector cuando pagan por un poema? En otras palabras: ¿qué es lo que realmente compra alguien cuando compra un libro de poemas? ¿Acaso compra algo?
En cierto sentido, habrÃa que responder que no compra nada. Al menos nada exclusivo. Nada tangible. Nada que parezca realmente necesario. Nada que no se pueda copiar a mano o saber de memoria. Unos microgramos de tinta, unas cuantas páginas de papel impreso, un poco de aire con música, algunas imágenes evanescentes… en pocas palabras, nada. Si seguimos esta cÃnica manera de pensar, no queda más remedio que preguntar: ¿entonces por qué habrÃa de destinar la sociedad una determinada suma de dinero a quienes han decidido dedicar su vida a la insensata labor de escribir poemas?
Vemos, pues, que no es posible soslayar el factor económico en la literatura, y, sobre todo en la poesÃa, cuando se trata de examinar las relaciones que existen entre ésta y la pobreza. Máxime cuando se trata, como es el caso de nuestro paÃs, de una comunidad enferma que cuenta con un gobierno que, más que buscar la cura definitiva a sus enfermedades, las agrava con frecuencia y, peor aún, en muchos casos, tristemente, las genera. Una comunidad donde los Ãndices de analfabetismo siguen siendo muy altos, por más que la poesÃa no requiera, necesariamente, de la palabra escrita para su existencia.
Aunque en muchos paÃses -entre ellos México- estas severas limitaciones se ven, a veces, y sólo para un grupo muy reducido de poetas, parcialmente paliadas mediante un complejo y criticable sistema de becas y apoyos a la creación, hay que reconocer que el dinero puesto en juego de esta manera no deja de producir efectos secundarios que, en muchas ocasiones, son más nocivos aún que el mal que intentan contrarrestar. En todo caso, todos estos programas culturales no logran cumplir con lo que serÃa lo más deseable: que el poeta pudiera vivir de su trabajo.
Y es que son muchas y muy serias las limitaciones que padecen la poesÃa y los poetas en este aspecto. Estas limitaciones afectan tanto a los ya de por sà escasos lectores y posibles compradores de libros de poesÃa o de periódicos y revistas donde se publican poemas, como a los propios autores. Para los poetas no hay dinero porque la poesÃa no se vende. Y no se vende, en primer lugar, y al margen de otras razones, porque no tiene nada que vender.
Porque ya hemos dicho que, muchas personas piensan que si compran poesÃa, no compran nada. Que es, también, por supuesto, una manera de reconocer que la poesÃa no sirve para nada. Pero, ¿no será más bien que la poesÃa sirve, justamente, para hacer que esa nada suceda? Poetry makes nothing happen, decÃa W. H. Auden, que más que significar: «la poesÃa no hace pasar nada», significa: «la poesÃa hace que la nada suceda». Y esta nada es muy importante. Por eso, en una ocasión, cuando le preguntaron a Kodo Sawaki Roshi, maestro de zen: «¿Qué caso tiene la meditación?» él contestó: «Ninguno, la meditación es absolutamente inútil; pero si no haces esto que es perfectamente inútil, entonces tu vida sà que será perfectamente inútil.»
Esta inutilidad de la poesÃa (y, cabe decir, también del arte, la meditación, el juego, y tantas otras actividades humanas gratuitas), esta capacidad que la poesÃa tiene para hacer que nada suceda, que la nada suceda, para que nunca no se nos olvide que esa nada es muy importante, para recordarnos la nada que esencialmente somos, es una de las dimensiones más profundas, auténticas y entrañables de su pobreza. Una cuarta modalidad que apunta al corazón de la poesÃa.
Una quinta modalidad de las relaciones entre la poesÃa y la pobreza, consistirÃa en aquello que Breton llamó La miseria de la poesÃa. Misère de la poésie es el tÃtulo de un texto escrito por Breton para defender a su viejo amigo, y compañero de aventura surrealista, el poeta Louis Aragon, de las persecuciones que se habÃan desatado en su contra tras la publicación de un extenso poema llamado «Front rouge», que habÃa escrito en Rusia y que fue publicado en la revista Littérature de la Revolution mondiale. En 1930 Aragon acababa de ser inculpado no tan sólo de «incitación a la desobediencia de los militares» sino de «provocación al asesinato como objetivo de la propaganda anarquista».
Paradójicamente, esta defensa apasionada que André Breton hizo de Aragon (y más allá de las reservas que después formularÃa el mismo Breton con respecto al «espÃritu y la forma del poema»), acabó por precipitar el rompimiento entre ambos escritores, asà como el distanciamiento inevitable entre el anhelo de libertad total de la poesÃa -y en esto, hay que reconocer que el jefe máximo del surrealismo fue, a lo largo de toda su vida, incorruptible- y las aspiraciones de control total de un partido o de un régimen, como sucedió en este caso con el comunismo soviético estalinista.
Asà que, como dice Gautier al hablar de Baudelaire: «Sin pensar en lo económico, veamos a qué desolada existencia se entrega el que avanza por esa calle de la Amargura que es la profesión de las letras. A partir de este momento, pasa a ser una sombra doliente en medio de la humanidad febril.» Pensando en esto es que Breton dejó dicho en el Primer manifiesto del surrealismo: «la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes.»
Esta dimensión de pobreza de la poesÃa -o de miseria, como la vio Breton- tiene que ver con una fisura o, quizá, con una verdadera fractura entre el mundo de todos los dÃas, «real», encarnado aquà en su dimensión más espesa por el mundo de la real politik, y el mundo de la poesÃa, y del arte en general, fatalmente escindido de la vida cotidiana del hombre común y corriente por una sociedad, y en una sociedad, que tiene puestos sus ojos en los objetos de consumo y sus promesas de satisfacción inmediata mucho más que en las sutilezas de la palabra al servicio del espÃritu, y que, en consecuencia, ha decidido enfocar sus «más altas» aspiraciones en otra cosa.
Sin embargo, no hay motivo de queja, a menos que aceptemos la propuesta de Rimbaud: «si me quejo, es sólo otro modo de cantar». Y si André Bretón afirmó que la literatura es uno de los caminos más tristes para llegar a cualquier lugar, yo, por mi parte, digo: la poesÃa es el camino más corto para llegar hasta aquÃ. Este es nuestro único refugio: saber que no hay refugio. He aquà una sexta modalidad de la poesÃa y la pobreza. Nuestro mejor consuelo es estar absolutamente reconciliados con el hecho de saber que no hay consuelo. Porque el poeta no es alguien necesitado de consuelo, todo lo contrario; como lo aseguró Lautréamont: «un poeta es el que consuela a la humanidad».
Todo oculta un alimento para el alma y aun la existencia más miserable en apariencia tiene su secreta nobleza. Está en nosotros el descubrirla, el reconocerla, el crearla. Esta es la altura, la dignidad de la poesÃa. «Si tuviéramos bastante amor -canta Vildrac- bastarÃa una mata de hierba o un canto de pájaro para transfigurar el paisaje más pobre.» He aquà claramente expresado el que, tal vez, podrÃamos considerar como el artÃculo esencial del credo de la poesÃa: afirmar que, ya que no hay riqueza, no tenemos más remedio entonces que hacer de esta pobreza nuestro tesoro. «La ausencia es la madre de todos los poemas.»
Por último, una séptima lÃnea de especulación, distinta de las anteriores, que también se acerca a tratar de leer y comprender las relaciones entre la pobreza y la poesÃa, se abre ante nuestros ojos. Es una lÃnea que atiende ya no tanto a las condiciones de pobreza, o de auténtica miseria, que nuestro mundo actual le ofrece a la poesÃa (y, por lo tanto, a los poetas, y que son, desde luego, las más fáciles de observar), cuanto a ciertas condiciones intrÃnsecas, propias de la misma poesÃa. Condiciones que nos obligan a reconocer que en la práctica de la poesÃa existe una dimensión de pobreza original.
Esta dimensión de profunda pobreza de la poesÃa es la que le otorga su más alto grado de dignidad, y tiene que ver con la trágica condición humana, con el contraste que existe entre la envergadura de los anhelos de la poesÃa y la aguda pobreza de sus medios para realizarlos, con la flagrante desproporción entre las aspiraciones del hombre y los lÃmites materiales, individuales, de su vida. Una pobreza que, no debemos olvidarlo nunca, es en realidad «una fértil miseria», tal como la ha calificado el poeta Alvaro Mutis.
¿Y qué mayor desproporción podemos invocar que aquella que se incuba en el corazón mismo de la poesÃa y a la cual debe la más Ãntima e irrevocable dimensión de su miseria: decir con palabras lo que las palabras no pueden decir; expresar con los medios conocidos lo que no conocemos; convocar al misterio mediante la utilización del material, en muchos sentidos, más manoseado y deleznable de todos los que las artes usan: el lenguaje?
Porque no debemos olvidar nunca que el poeta trabaja con las mismas palabras que utilizan los zafios polÃticos para sus discursos demagógicos; las mismas que emplea la publicidad para vender lo que sea, como sea y a quien sea; las mismas palabras que circulan como moneda corriente en las calles, los mercados, las iglesias, los bares, los bancos, los burdeles y los hospitales; las mismas que utilizan los amantes para jurarse amor y los jurados para sentenciar a cadena perpetua a un criminal; las mismas a las que apela una madre para calmar a la criatura que despierta temblando por las visiones de una pesadilla y las que usan los criminales para aterrar a sus vÃctimas.
Palabras que pertenecen a un idioma en particular y, por lo tanto, a una sociedad, una historia y un paisaje. Palabras que tienen que ser traducidas a otros idiomas para que aquellos lectores -que son la mayorÃa- que no conocen el idioma original puedan disfrutar de las creaciones de los poetas de otras latitudes y otras épocas. En este sentido, la poesÃa padece la miseria de ser la más provinciana de las artes; la más localista; la más limitada por su materia prima. Pero esta misma condición «provinciana» puede ser una bendición encubierta: después de todo, no existe en la poesÃa (y sà en otras artes) un «estilo internacional».
«Mi lenguaje -decÃa Karl Kraus- es la puta universal a quien tengo que convertir en una virgen.» He aquÃ, expresadas de la manera más sucinta y brutal, la pobreza y la dignidad de la poesÃa. Y es que, tanto la gloria como la vergüenza de la poesÃa radican ambas en que su medio de expresión no es de su propiedad privada. Aquà no existen cotos de caza privados. Pero es en esta Ãntima dimensión de pobreza de la poesÃa donde radican también, por paradójico que parezca, sus incomparables posibilidades de salvación.
Y es que, por más solitario que viva un poeta, por más aislado que se encuentre, por menos reconocimiento y lectores que tenga, y por más enrarecida que sea su atmósfera -bien sea ésta polÃtica, económica, psicológica, social, emocional o espiritual- siempre estará trabajando con las palabras. En este sentido, un poeta siempre ha estado, está y seguirá estando, rodeado de los demás, inmerso de lleno en el mundo, hablando en voz alta a su prójimo -«hipócrita lector, mi igual, ¡hermano mÃo!»- a la mitad de la plaza. Diciéndole, recordándole, que la pobreza de la poesÃa no es sino nuestra propia pobreza, y que la dignidad de la poesÃa radica en la cabal aceptación de estos lÃmites para trascenderlos mediante el arte de inventarnos por la palabra, de volvernos seres humanos, de hacernos un alma.
Más información sobre Alberto Blanco