Los retratos de Isabel Wagemann nos ayudan a ver

Crónica del cierre de la exposición fotográfica «Rojo y Negro», de Isabel Wagemann en la Escuela de Escritores de Madrid.

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Foto: Claudia Astete

Sabemos de las escritoras americanas de principios del siglo XX gracias a los retratos de Berenice Abott, que es autora de la frase que acompaña este artículo. Abott también decía que la visión del fotógrafo es intentar mostrar las cosas tal cual son, siempre. Esa objetividad subjetiva se construye partiendo de una mirada específica –la de cualquier ser humano con su sensibilidad, su misterio y su criterio– que intenta quitarse protagonismo y mostrar un aspecto de la realidad que converse con quien observa. Si nos apoyamos en esa idea al observar sus retratos podemos pensar que la única forma en la que puede ejecutarse este plan es estableciendo previamente el orden de las cosas que aparecerán en la escena; para, así, organizar un contexto visual e intelectual que permita ese milagro: que los otros puedan ver. Desde que me topé con el primer retrato de Isabel Wagemann pensé en Abott, principalmente porque creo que comparte con la fotógrafa estadounidense una especie de rebeldía contra lo solemne y lo acartonado que deviene estética vibrante que nos obliga a desencajarnos de la idea que tenemos de lo que es un retrato de escritores de toda la vida. El sábado pasado tuvo lugar la clausura de su exposición «Rojo y Negro», en la Escuela de Escritores de Madrid y, sinceramente, en todo el tiempo (y aunque no sea mucho) que llevo trabajando en el periodismo cultural, jamás me había divertido tanto, tanto. La Wagemann nos ha obligado a abrir los ojos y la boca, a reír y a disfrutar, y a entender que la vida es un cruce de colores.

La verdad y la magia

En la clausura de «Rojo y negro» hay vino, focaccia y bolitas de pizza. Hay fotos, risas y magia. Pero sobre todo veo a un montón de amigos, conocidos y desconocidos, que se reúnen y disfrutan distentidos alrededor del fuego de la literatura y del maravilloso trabajo de la Wagemann. Entre los presentes no faltan algunos escritores y escritoras fascinantes de nuestra narrativa. Es para mí emocionante poder ponerles cara a algunos amigos con quienes he intercambiado entrevistas, reseñas y lecturas –porque la literatura también es eso, dejar de postergar el afecto–. Ahora mismo veo a Amelia Díaz de Villar, Carlos Frontera, Almudena Ballester, Juan Casamayor, Fernando Marías, Adrián Gualdoni, Norma Dragoevich, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Esteban Palazuelos, Mariana Torres, Carlos Castán Andolz, Edurne Portela y José Ovejero. También están las fotógrafas Claudia Astete (a quien le debo las imágenes que acompañan este texto), María Gil y Raúl Urbina Álvarez. Y no quiero olvidarme de Carla, una jovencísima y talentosa poeta.

Después de los agradecimientos de Wagemann a los presentes, especialmente a aquéllos que la han incentivado y ayudado directamente para organizar la exposición, y antes de que algunos de los protagonistas compartan su experiencia como retratados, la anfitriona nos invita a escuchar a Lizi Scott Blacud. Se abre el telón para disfrutar de una hermosa canción en la que voz y guitarra también nos ayudaron a ver mejor.

Toma la palabra Juan Casamayor –la mayoría de los retratados son autores de Páginas de Espuma– quien expresa que Isabel Wagemann ha conseguido «habilitar una exposición cromática» que tiene la peculiaridad de componerse de «una escena desnuda que orbita alrededor del retratado». La idea del rojo y negro ofrece un punto de ambigüedad, por la capacidad simbólica extrema de ambos, que puede acercarse a la vida rabiosa y también a la muerte. Dos miradas y dos colores, y en medio, una imagen donde el mestizaje rojo y negro otorgan «elegancia, claridad, equilibrio y sensualidad». El editor de Páginas de Espuma tampoco se olvida de mencionar ese otro trabajo hermoso que hace Wagemann y que ha servido para otorgar gracia y elegancia al catálogo de la editorial: las fotos de los libros. Y declara que el trabajo de Isabel está sirviendo para responder a la pregunta «¿Qué libros escriben estos ojos?»; y el resultado de todo esto es «una nueva realidad que sólo puede ser revelada por sus ojos».

Foto: Claudia Astete

«Fernando Marías es el culpable de que esta exposición se haya realizado». Así presenta Isabel al escritor madrileño que toma la palabra a continuación. Nos cuenta que descubrió sus fotos a través de las redes sociales y que le impactaron muchísimo; destaca la peculiaridad de la mirada de Isabel, que consiguió que algunos escritores se vieran como verdaderos superhéroes. No duda en relacionar a Valeria Correa Fiz con Catwoman y a Juan Casamayor con Magneto –quien con su extraordinario trabajo consigue «que los metales del mundo se muevan»–. Por último, Marías destaca su gran asombro al reconocer a una lista de buenísimos creadores contemporáneos. «Tuve la sensación de que hay una generación de autores y autoras de mucho nivel», y agrega que es fabuloso que Isabel Wagemann esté consiguiendo reunirlos a todos detrás de su objetivo. Para terminar con un tono distendido confiesa que en su empeño por hacer posible esta exposición tuvo mucho que ver su deseo de posar frente a la cámara de la protagonista de la tarde.

Isabel Wagemann es «alguien que ha sincronizado los ojos y el corazón para mirar», dice Socorro Venegas, que aunque no pudo estar en el cierre ha enviado un mensaje contando su experiencia en la sesión con la Wagemann. Lola López Mondéjar y Pablo Andrés Capa también quisieron compartir su experiencia por escrito. «Hay algo de artificialidad en quien camina descalzo», dice este último que manifiesta haber sentido un real pánico ante la inminencia de la sesión y que se sorprendió a sí mismo disfrutando de ella. Algo sólo posible gracias a la magia que despide Isabel.

Wagemann es capaz de conseguir que seres inseguros se conviertan en protagonistas. Ésta es la idea que alcanzo a captar de lo que dice Almudena Ballester, otra de las escritoras presentes. Dice también que «Isabel captura la mirada y nos muestra algo de los personajes». Esa mirada parece coincidir con la opinión de Carlos Frontera, que nos divierte con una explicación detallada de su experiencia posando. Dice que sólo puede hacerse fotos bajo el influjo de la ridiculez, emulando una actitud que lo mantenga a salvo. Asume su «fobia total para las fotos» porque le cuesta gustarse en el resultado. Y por eso el trabajo de Isabel le pareció tan increíble porque «me vi en la foto como me gustaría verme a mí», concluye. También Edurne Portela manifiesta que le resultó una sesión absolutamente increíble, y divertida, recalca, donde «era imposible no sonreír», algo que procura no hacer porque no le gusta su dentadura. Pero se sintió tan cómoda que fue como si de pronto la cámara no existiese. «Isabel, como retratista, tú haces algo que es difícil ver. Sacas algo que queremos esconder. Algo que es bueno y que a veces ni siquiera sabemos que está ahí». Todos parecen estar de acuerdo con esta idea.

Valeria Correa Fiz es una de las ausentes pero nos acompaña a través de un vídeo absolutamente emotivo, en el que comparte su paso por el estudio de la Wagemann. Expresa que le cuesta muchísimo hacerse fotos y que casi ni se dio cuenta del proceso, porque se sintió cómoda y divertida. Y cuando finalmente tuvo el retrato frente a ella «vi que habías podido retratar a una Valeria distinta, no a la que veo. Más que la fotografía habías hecho una especie de exorcismo». La voz de la cámara de Isabel Wagemann provoca en todos esa sensación: es capaz de mostrar una verdad dormida, escondida, algo que ni siquiera los protagonistas son capaces de ver. Sin duda, cualquiera que observe uno de aquellos retratos tendrá la misma opinión.

Cuando la tensión parece diluirse aparece Juan Esteban Varela, que nos sorprende con un delicioso espectáculo de magia. Comienza su intervención intentando encontrar el vínculo que existe entre fotografía, literatura y magia. Señala la importancia de la autenticidad en los tres planos. «La magia es engaño y la literatura y la fotografía, también». Sin embargo, en los tres campos se requiere de mucho trabajo y de talento para alcanzar el objetivo fundamental, que es dar con algo verdadero; porque «si no hay verdad, la experiencia se muere». Con esta introducción se inicia un espectáculo de magia fabuloso en el que hay humor, frases contundentes y mucha alegría. Y no sólo es Varela el que nos divierte, también la joven maga Maia nos presenta un truco que nos deja a todos fascinados, coronando así una tarde inolvidable para mí, y (espero) para todos.

Foto: Claudia Astete

La objetividad subjetiva de la Wagemann

Lo primero que nos impacta al observar la muestra de Isabel Wagemann es ese contraste entre rojo y negro; después, una voz que construye el retrato y que en todos los casos parece contarnos una historia. Es decir, que lo interesante no es el retrato tal cual lo vemos, sino lo que acontece después y antes, los hechos subterfugios que condicionan esa mirada, esa pose determinada, esa media sonrisa. Y cuanto mejor conocemos al retratado, más entendemos (o menos, según cómo se mire) el arte de Isabel Wagemann, que ordena, registra, y consigue obtener la mirada escondida, ésa que sólo aparece en la intimidad.

Sus retratados se ven relajados, porque una sesión con ella se parece más a una reunión de amigos que a una obligación incómoda –la mayoría de los escritores y escritoras odian ser fotografiados–. Porque mientras conversa con ellos, la Wagemann dispara, dispara y arranca el alma dormida del invitado. Rojas mujeres, negras mujeres, rojos y negros hombres se pasean por esta exposición donde la mayoría de los personajes resultan de un atractivo y una elegancia impresionantes.

Y aquí viene sin duda la tercera cualidad de sus retratos: Wagemann no pide poses solemnes; juega con la escena, con objetos y accesorios, y trata de dar con una imagen que sin ser extravagante resulte un híbrido entre misterio y humor. En este punto, el orden de las cosas –el vínculo entre iluminación, elementos y cuerpos– conduce a la verdad. Porque si bien existe una alta cuota de ilusionismo y de ficción en su trabajo, de exorcismo como bien dijo Correa Fiz, la luz es verdadera; y en cada retrato de la Wagemann acontece ese milagro del que hablaba Abott: somos capaces de ver lo que de otro modo no podríamos.

Termino volviendo a la magia. Me ha resultado fascinante la incorporación de este elemento porque en un espectáculo culturalmente tan solemne como es la inauguración o cierre de una exposición, ha sido un acierto que insufló color y alegría al encuentro. Un agente extraño que supuso una ruptura de lo predecible y que nos obligó a disfrutar sin prejuicios. Al terminar, todos conseguimos ver y disfrutamos como niños y niñas, gracias a la objetividad subjetiva de la fotógrafa y al cruce de miradas y encuentro con otras criaturas. ¡Que nadie se pierda el delicado y exquisito trabajo de Isabel Wagemann!

Foto: Claudia Astete



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