«¿Qué es la poesía?» suele decir la gente. He oído preguntar a adolescentes enamorados en cuyas venas se precipitaba el fuego de los pastizales encendidos, a hombres de buena fe, a monjes sentados en la cumbre de la soledad y todavía sedientos de más distancia, al científico que decidió tapiar su existencia con cuatro paredes en la búsqueda perfecta de lo que se llama invento, a monjas que cubrían el anhelo de caridad del mundo cavando, día tras día, en la tierra fértil del patio del claustro, la fosa que habría de acunar su propio esqueleto.
Y nadie supo responder. Los bosques y las llamas de los bosques y la lluvia y el río lavando la cabellera de las piedras intentaron responder a la pregunta con un ruido como de mar en parto, como de estrellas cayendo.
¿Qué es la poesía? quiso saber de nuevo la gente. Y muchos curiosos se acercaron al poeta, para oír de su boca la revelación, que siglo tras siglo les fue robada a su ilusión.
Y hubo un silencio.
Y cayó un alfiler al suelo y fue como si un rayo se desparramara sobre las calles.
Y el poeta siguió callado. Y fue su silencio -por fin- el ojo de la cerradura por el que entró la luz del sol.