Fernando Iwasaki: «No hay que subestimar al lector»

En su libro «Las palabras primas» Fernando Iwasaki (Páginas de Espuma) se mete con el lenguaje. Indaga a través de los diversos viajes de conquista y extranjería que han ido formando una lengua tan amplia y a la vez tan diversa según el punto del globo desde el que se la analice. Al leerlo he sentido esa fascinación que otorgan los libros escritos desde la pasión literaria, cuando literatura es punto de encuentro de tantas disciplinas como queramos posibles o necesarias. En esta primera parte de nuestra charla le pregunto sobre la composición de este ensayo maravilloso y los cambios que está viviendo el español. Hablamos también de los escritores extraterritoriales y del sustantivo que define la tierra de los hijos.


P—Con este libro has hecho un trabajo como el de los viejos humanistas porque has ido al punto en el que nace una palabra. ¿Cómo se compone un libro como este con tanta profundidad?

R—Desde luego no se escribe de una sola sentada y poniéndose a trabajar. El ensayo, a diferencia de la ficción, tiene la licencia de poder de pronto cerrarse y abrirse en otro momento. Un relato o un cuento es muy difícil de interrumpirlo porque probablemente si dejas de escribir ese cuento no lo retomas, mientras que los ensayos tienes la posibilidad de en el lugar donde interrumpes la escritura, pueden pasar años, incluso has leído otros libros que te han hecho cambiar de puntos de vista. El ensayo está para eso, para ensaya. Entonces este es un libro que he escrito durante años porque son textos que preparé para conferencias, lecturas o alguna colaboración ocasional en algún tipo de congreso. Incluso hay un pregón, que supuestamente es una fiesta popular y yo les infligí toda la perorata del Inca Garcilaso… pero sólo puedes escribir un libro así de esa manera porque son materiales dispersos, son materiales vivos. El cuento, en el momento en que lo terminas, le pones el punto final y se acabó ese cuento. Pero un artículo sobre las palabras y las idas y venidas de las palabras no se acaba nunca porque siempre escuchas algo nuevo. Y entonces tienes la tentación de añadir unas líneas más. Y probablemente los textos que componen este libro ya están cerrados, ya no los voy a reescribir pero las palabras que lo componen siguen conversando entre ellas.

P—¿Y ha sido una búsqueda hacia ese sustantivo que nombre la tierra de los hijos la escritura de este libro?

R—Una vez me dijeron que en hebreo existe una palabra que nombra la tierra de los hijos. Una palabra que está vinculada con la idea de una tierra prometida, que es una tierra que está en el futuro y que de ninguna manera puede ser la tierra de los padres porque los padres también se dirigían hacia allí, pero no conozco todavía esa palabra. He tratado de hablar con amigos que hablan esta lengua pero es que hay un hebreo religioso, hay un hebreo bíblico y probablemente sea en ese hebreo bíblico, igual que en el griego clásico, que no es el griego que se habla por las calles de Atenas, donde haya que buscar. Por ejemplo, mi hija encontró el sustantivo que en hebreo designa a la madre que pierde a un hijo y me pareció un hallazgo extraordinario porque cuando perdemos a nuestros padres nos convertimos en huérfanos, pero ¿cómo se nombra al padre, a la madre que pierde a un hijo? Y saber que hay un sustantivo en una lengua me parece que nos hace más ricos.

P—Que no lo tengamos en la nuestra ¿tendrá que ver con la negación de la muerte?

R—Sí, afectiva y emocionalmente nos hace más ricos. A los que hablen el hebreo los hace más ricos en su léxico, Pero a mí me reconforta saber que hay una lengua que le da un sustantivo a la madre que llora la ausencia de un hijo. Entonces, buscar ese sustantivo en nuestra lengua, en español, eso habría que intentarlo pero a falta de uno que le sirva a cualquiera, en mi caso puede ser España, puede ser Andalucía, puede ser Sevilla. Y sin embargo son tres y mencionan lo mismo. Mis hijos nacieron en Sevilla, nacieron en Andalucía, nacieron en España, y es una manera de expresar que uno no tiene por qué ser de un sólo sitio. A veces en Europa; en la Europa contemporánea están cambiando muchas cosas, pero los Latinoamericanos venimos de muchos sitios. Y en países como en Argentina debe haber muchas familias que como en mi caso particular, las cuatro líneas de los abuelos proceden de cuatro países diferentes. Eso es algo que es muy difícil que lo comprenda alguien que en España pues por generaciones ha vivido arraigado en un solo lugar. Pero cuando uno vive, incluso nace en otra lengua dentro de una familia, pienso en Sábato, en Argentina, o en Gelman, en Argentina, hijos de inmigrantes… ¡Roberto Arlt! El caso de Argentina es increíble porque los dos más grandes escritores argentinos del siglo XX Roberto Arlt y Borges, de niños no hablaron castellano, hablaron alemán e inglés respectivamente; y sin embargo han sido los padres de la Literatura Argentina y Borges además, el segundo gran clásico después de Cervantes. Entonces creo que ese es un tema que para mí resulta muy importante.

P—Dices que los autores extraterritoriales son los que van a hacer grandezas con el lenguaje. ¿Autores que escriben en una segunda lengua?

R—Sí. Sin salir de Argentina, porque yo siento que literariamente le debo muchísimo a la Argentina, o sea, leer la Literatura Argentina para mí ha sido prodigioso. Yo de niño leía Billiken porque mi mamá tenía la colección, y con esto no estoy haciendo ningún elogio sobre el editor de Billiken sino sobre la colección. Pero por ejemplo en Argentina vivió y publicó Kalman Barzy, un húngaro que ahora vive en Puerto Rico, y que escribió unas novelas desternillantes en español, y su lengua es el húngaro, su lengua materna. En Argentina está el caso de Anna Kazumi Stahl, que es una escritora argentina que tiene familia alemana y japonesa y escribe en inglés y en español. Yo siento que estas maravillas sólo pueden ocurrir en países que son cruces de caminos. Podría mencionar otros casos de otros escritores, incluso de mi edad, que tengo 56 años, pero que para efectos de lo que estamos hablando, de escritores que proceden de una primera generación de inmigrantes es relativamente una edad corta. Entonces son esos autores los que interesan.

P—¿Porque desde la extranjería se mira el idioma con extrañeza?

R—Se ama más. Se ama más a la lengua. Yo no me imagino a uno de esos escritores que nació en el francés o nació en el polaco y se pasa al español escribiendo guapa con v, eso lo hacemos nosotros, los hispanohablantes de nacimiento, que vamos destrozando la lengua un día sí y otro también. Pero los que aprenden otro idioma lo que desean es ser hablantes excelentes de la lengua que han aprendido. Y esos escritores extraterrotoriales, por usar el término que acuñó Steiner, son escritores que pueden enriquecer el castellano tal como Conrad o Nabokov enriquecieron el inglés, o Becket y Kundera el francés. Porque éste es un fenómeno que ocurre de una forma simultánea en diferentes idiomas. Y en español, Alejandro Rossi, Fabio Morabito, Max Aub, y toda la constelación de escritores que nacieron en familias que no tenían como lengua materna el español y que convirtieron el español en una lengua literaria.

P—Hablabas de los cambios que el uso de las nuevas tecnologías están imponiendo sobre el lenguaje. Tengo una pregunta al respecto: ¿qué viene primero, el cambio social y político o el cambio del lenguaje? ¿No son estos cambios que tanto nos indignan en la comunicación el reflejo de otras cosas que están cambiando y frente a las que nos sentimos impotentes?

R—Hay muchas cosas que están cambiando, hasta el punto de desnaturalizar lo más elemental. Y cuando queremos darnos cuenta, lo que pretendíamos llamar de una manera ya se ha convertido en otra cosa. Por ejemplo, la palabra ocio como definición del tiempo libre creador. Ese tiempo libre creador en la sociedad contemporánea ha desaparecido, porque la sociedad contemporánea nos quiere productivos constantemente, nos quiere online de forma constante, coloniza todo lo que es nuestro horario fuera del trabajo, es decir, que ahora ya no existe ese tiempo libre creador del que hablaba Sócrates, del que habla Cicerón o por el que preguntaba José Luis Perales en su canción «A qué dedica el tiempo libre». Pues simple y llanamente ya no hay tiempo libre porque estás todo el día respondiendo correos, mandando mensajes, atendiendo a alguien que te quiere hacer una charla o videoconferencia; si eres profesor universitario los alumnos están en una plataforma y te hacen preguntas, los compañeros de departamento hacen lo mismo… Entonces, ya no existe ese tiempo libre. Lo que existe es el tiempo de descanso, léase el domingo, las vacaciones o la jubilación si es que existirá algún día pero que se llaman descanso, ya no es tiempo libre, porque llegamos tan agotados a esos momentos de «desconexión», y aquí viene una palabra que mucha gente emplea pero que ya no significa lo que verdaderamente podríamos haber llamado antes al tiempo libre. Tú desconectas y sólamente desconectas cuando hay algo que está conectado y esto describe esa situación online en la que vivimos. Tú desconectas como las computadoras para hibernar, para entrar en modo pausa, en modo apagado. En ese momento pues hay gente que ve series, ve películas, se duerme, pero ya no existe el tiempo de leer para crear algo, de pintar para imaginar algo o irte a un huerto, es otra cosa totalmente diferente. La sociedad productiva contemporánea nos quiere produciendo siempre y por lo tanto cuando desconectamos, es decir cuando desenchufamos literalmente, cuando le damos al interruptor como si nosotros fuéramos la extensión de la máquina, esto es un proceso que todavía no ha sido dilucidado para nombrarlo en todas sus etapas pero que es eso. Hoy en día los predicados de un ser humano son mecánicos. Queremos estar online, queremos ser de multitarea y multifunción, todas las habilidades de los teléfonos móviles es lo que ambicionamos para nosotros. Entonces por eso, la idea de ser un ocioso, como lo quería Cicerón ya no puede ser. Como Bertrand Russell que escribió «Elogio de la ociosidad».

P—En «Ojos y Capital» Remedios Zafra habla sobre ese tema, y sobre cómo quienes detentan el poder consiguen modificar la producción del resto de las sociedades. Pero volviendo a tu libro, hablas sobre la idea de que para modificar el lenguaje deberíamos seguir unas ciertas reglas, como si fuese el lenguaje un juego de ajedrez…

R—Sí, porque nosotros nos ponemos a discutir, sobre todo quiero pensar que reírnos cuando ciertas palabras entran en el diccionario, cuando entran en la academia. A mí hay algunas palabras que me molesta que entren «toballa», «murciégalo», «haiga» o «asín» ¿No? Esas palabras me chirría que aparezcan.

P—Pero ¿el diccionario no debería reflejar cómo hablamos?

R—Sí, pero fíjate. No sé cómo se conduce en Buenos Aires, pero yo te puedo asegurar que en el Perú las reglas del tránsito y del manejo deben ser las mismas que en todo el mundo, pero no se cumplen. Es decir, el peruano a bordo de un carro, probablemente como el portugués en el suyo o el español en España, están constantmente cometiendo infracciones, pero no por eso tú vas a cambiar las normas del tránsito. Entonces ¿qué pasaría si cada maniobra que un conductor temerario improvisa a toda velocidad se consagra inmediatamente en la norma porque así manejamos, porque así conducimos? Entonces terminaríamos todos atropellados o muertos. Pienso que este ejemplo del tránsito es mucho más plástico que el del ajedrez pero en realidad quiero decir lo mismo: las jugadas forman parte de esa creatividad, de esa originalidad, de esas ocurrencias lúcidas que puede tener un pueblo cuando habla y están innovando pero dentro de las normas. En cambio, empezar a conjugar de otra forma y deformar ciertas estructuras, que además tienen una etimología claramente rastreable a través de la historia, yo pienso que eso es ir contra las reglas. Y consagrarlo sería como permitir que un auto vaya contra el tráfico en una calle que tiene una sola dirección.

P—¿No hay mucho de aleatorio a la hora de formar un idioma? Incluso en sus orígenes, si nos fijamos en los cambios de sentido queha tenido el término «polla»… ¿No juega el azar un papel importante?

R—Hay mucho de aleatorio y de azar. Tanto Oscar Wilde como Bernan Shaw decían que los ingleses y los estadounidenses eran muy parecidos pero que los separaba la misma lengua. Y entre España y América Latina pasa exactamente igual. Pero esto se puede sobrellevar. Se sobrellevaba mejor hace cincuenta años que ahora, porque ahora tú entregas un libro a una editorial, no a Páginas de Espuma por cierto, y hay un corrector de estilo que te dice «Oye, esta palabra reemplázala, quítale esto que es un peruanismo o un chilenismo y el lector no lo va a entender». Si nosotros hubiéramos limpiado de colombianismos «Cien años de soledad» nos quedamos con otro libro. Es una cosa que… tú en la reseña que escribiste, que me encantó, en algún momento decías «orillero» y esa palabra, ¡por favor no renuncies a ella! porque yo entiendo perfectamente lo que es un orillero. Soy lector de Borges y lector de muchísimos escritores del Río de la Plata y no hay por qué pensar que no te lo va a entender un lector de Murcia. No hay que subestimar al lector. El lector no es tan perezoso. Y si nosotros subestimamos al lector y abogamos por una unificación del castellano, para que sea lo más neutro posible, eso va a ser una pobreza. Y eso está ocurriendo, porque hay que desactivar la función correctora de los teléfonos móviles para que las palabras no te las cambie. Porque si tú quieres escribir una palabra, que no tiene por qué ser una palabra muy culta, puede ser una palabra del habla popular argentina que si no la tiene registrada el teléfono te la va a cambiar, te va a proponer otra y en el peor de los casos, si no desactivas la función te la escribe por ti. Y eso es ya lo peor. Pero es que a muchas personas les parece eso comodísimo, discuten conmigo y me dicen «¿Pero para qué le quitas eso si te ahorra trabajo que el teléfono escriba por ti?» ¡Pero es que yo no quiero que escriba por mí! Y es un tipo de pereza que no tiene nada que ver con el empleo de las máquinas. O sea, yo no estoy en contra del progreso, otra cosa es que yo sea torpe, otra cosa es que yo sea inútil, pero el mundo va a progresar gracias a que existen esas cosas. Lo que sí es verdad es que hoy en día hay otros códigos. Yo si me enamoraba de alguien en los años setenta lo que tenía que hacer, ya que no soy de naturaleza hermoso, era hablar mucho para despertar la curiosidad. Hoy en día tu mandas un emoticono que guiña un ojo y te ha solucionado un montón de esfuerzo verbal y hay gente que hasta le gusta.

Continuará…



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