María Fernanda Ampuero: «Hay que enfrentarse a todo. Hay que hacerlo mejor»

Foto: Mary F. King


 
Romper las convenciones y enfrentarse con garras a la opresión institucional es algo que no todos somos capaces de hacer. Leer «Pelea de gallos» de María Fernanda Ampuero (Páginas de Espuma) puede servirnos de gran inspiración para romper con esa parsimonia que nos representa y obligarnos a dar un paso al costado en esta cultura del consumo y el ruido constante. En esta segunda parte de la charla hablamos sobre extranjería (esa raja nos une) y ciertas políticas paternalistas que nos ponen de los nervios. Si no pudiste leer la primera parte, puedes hacerlo aquí.
 
 


P—¿Es cierto que dejaste Ecuador con la idea de vivir en España y contar la gran historia de la emigración? (¿Puedes hablarme sobre ello?)

RSí. Eso fue una tontería, una pretensión de una pretenciosa, de una privilegiada de la vida. Creía que con un poquito de experiencia en el periodismo y en la vida yo podía contar lo que nadie había contado sobre el gran éxodo del Ecuador. Fui estúpida y lo pagué. De verdad que pagué todas mis ínfulas. No puedes tener ínfulas cuando emigras. Esta experiencia, la de emigrar, es la más importante y más brutal de mi vida, sobre todo porque me enseñó de lo que soy capaz y de lo que no soy capaz. Me dio un puñetazo de realidad. Me fortaleció y me suavizó a partes iguales. La emigración me revolcó como una ola gigante y de eso no te levantas igual: aprendes que hay algo a lo que hay que tenerle mucho miedo y mucho respeto y eso es al desamparo de ser extranjero, de ser “el otro”. A mí me hizo mejor persona, sin duda. Y sí, diez años después escribí un librito con historias pequeñas, íntimas y mínimas, sobre la emigración.

P—¿La vida del que emigra se ve más colorida desde la tierra que se deja?

RNo creo que nadie que tenga un ser querido emigrante pueda pensar que la emigración es colorida. Incluso a través del teléfono, cuando te están engañando, diciendo que todo está bien, sabes que está a haciendo esfuerzos por no quebrarse, por no pedir ayuda a gritos, por no llorar. A los dos lados del teléfono, a los dos lados del mundo, hay alguien a punto de romperse. No es nada colorido.

P—A las latinoamericanas siempre nos queda un as bajo la manga: ser cuidadoras a tiempo completo. Lo que desde el sistema se nos presenta como un privilegio no es más que una manera paternalista de disfrazar la esclavitud. Esto les pasa a algunos de tus personajes. ¿Por qué es importante para ti contar estas historias?

RPorque han estado silenciadas ya demasiado tiempo. A muchísima gente le conviene que exista ese mundo de mujeres sirviendo y callando, que no tengan voz propia, que no se escuchen sus quejas, que se mimeticen con las paredes, que sean igual de eficientes que invisibles. A nosotras mismas, ¿te has puesto a pensar qué pasaría con nuestra forma de vida si un día esas millones de mujeres dijeran “hasta aquí”? Hablo de las que hacen nuestra ropa, que cuidan a nuestros mayores y niños, de las que cosechan nuestra comida, de las que hacen los aparatos electrónicos con los que nos obnubilamos. Esa sería la verdadera revolución porque ahora mismo lo que hacemos es alzarnos sobre las espaldas de esas otras que siguen agachadas. Soy consciente de cómo estoy sonando y me hago cargo: una no se puede llamar a sí misma feminista si mira hacia otro lado en lo que respecta a las mujeres oprimidas por nosotras mismas. Hay que hacer un ejercicio muy valiente y decir yo oprimo. Bien, soy opresora. Bien, ¿qué hago a partir de ahí? Lo otro, negarlo, ir de guay porque soy una feminista privilegiada y peleo por los derechos de otras burguesas como yo, es repugnante.

P—¿Qué cosa te resulta más difícil de arrancarte, entre aquellas que nos imponen dentro de la educación de género?

REl rechazo a mi cuerpo, el mirarme al espejo con cariño y sin juicios brutales. El quererme, pues. Y la puta búsqueda del amor romántico. Con eso nos han jodido pero bien.

P—Hablas con mucha ironía e insolencia sobre aspectos “sagrados” para la cultura occidental y para la iglesia, ¿nos falta más rebeldía?

RSiempre. Y ya no solamente para enfrentarnos a las religiones, sino a todo: a la forma en la que consumimos, al ocio, al concepto de éxito, a los cánones de belleza, a lo que se considera cultura, al patriarcado, a la noción de familia, a las banderas, al trabajo, a la inmediatez, a estar hiperconectado, al tener, al amor romántico, a nuestros padres. A todo. Hay que enfrentarse a todo. Hay que hacerlo mejor. Hay que, al menos, plantearse por qué lo hacemos como lo hacemos.

P“Como sabemos que todo se puede acabar también sabemos que todo se puede empezar”, dices en una entrevista de Casa América hablando de América Latina, ¿es esa tu esperancita?

RSí. Lo es porque viví el fin del mundo y resultó que no era el fin.

P—¿Sigues pensando en escribir la gran crónica del emigrante?

RNo. Eso de pensar que una va a escribir “la gran” no sé qué de no sé cuál es espeluznante.



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