«La vaga ambición», de Antonio Ortuño —Editorial Páginas de Espuma—

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La ira. El rencor. El dolor agudo. Sin ellos no habría literatura. El primer poema que escribí en serio, es decir, con el desafío y la intención de expresar una idea, surgió de esos sentimientos y aunque ya no conservo las palabras, sí recuerdo en detalle la forma en la que se revolvían mis tripas mientras tachaba la hoja en blanco con frases escupidas desde mi interior, no desde el corazón, desde la sangre que circula y roza el estómago. «La vaga ambición» de Antonio Ortuño (Páginas de Espuma) me ha devuelto a ese poema y me ha obligado a revisar lo que la escritura implicaba entonces y en lo que se fue convirtiendo con los años.

Es este un libro escrito desde esos sentimientos, donde nos encontramos con el oficio de la escritura como venganza frente al pasado, contra el mundo y contra nosotros mismos, que nos permite una mirada clara sobre la realidad a través de un conjunto de relatos precisos y emotivos. Una lectura que les recomiendo con fervor.

La infancia nos tacha la sonrisa de los ojos

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Aunque «La vaga ambición» ha ganado el premio Ribera del Duero de relatos, también puede leerse como una novela de estructura peculiar. Tenemos aquí un mundo en el que habita un personaje atormentado que escribe y que es la voz común en todos los relatos (como protagonista o como autor); hasta ahí perfectamente podríamos leerlo como un libro de cuentos, sin embargo, la forma en la que Ortuño incorpora los saltos temporales y se apoya en personajes secundarios para mantener en movimiento el engranaje de la historia y relacionar los relatos, me parece que permite-exige una lectura más propia de este género que del cuento. Pero da igual eso. Lo que realmente importa es que tenemos un libro peculiar que no nos pasará desapercibido.

Arturo Murray es el personaje que se pasea por «La vaga ambición»; un autor cuarentón venido a menos, a través del cual Ortuño se desdobla y se atreve frente al dolor y la violencia doméstica e institucional. Pero no se queda en ellos sino que se concentra-detiene en la forma en la que se construyen nuestros vínculos. Los hechos ayudan, ciertamente, pero quizá lo que más empuja la balanza del propio destino sea algo mucho más sutil, esas enseñanzas invisibles que asumimos como normas y que nos llevan a ubicarnos en nuestro lugar en la escala jerárquica, en la que se establece quién debe obedecer a quién: jerarquías etarias, de clase, de sexo, de nacionalidad.

«Un trago de aceite» es un buen ejemplo de la forma en la que la vida nos pone contra el alambrado y nos obliga a reaccionar cuando todavía no sabemos de qué va esto de relacionarnos, de vivir, de exigir lo que es nuestro. Y cuando lo vamos sabiendo ya es tarde. Generalmente es tarde para todo, menos para escribir, con toda esa rabia, con esa ira que hemos ido masticando durante años y que tarde o temprano tiene que salir, porque sabemos que no podremos seguir mucho más tiempo soportando esa angustia. Y allí lo tenemos, a Murray, que ha tenido la suerte de conseguir un trabajo en la «Quinta temporada» de una serie que arrasa, pero que se ve despojado de la escritura como forma de explicarse al tener que ceder y contar lo que otros imaginan. Hay en ese sentido en este libro, una revisión de las razones de la escritura, que generalmente vamos olvidando cuando el mundo intenta domesticarnos y convertirnos en criaturas silenciosas y mansas, que, con suerte, puede devolvernos a la reafirmación de las únicas razones que deberían importarnos a la hora de escribir: gritar lo que los otros callan.

Mentir la propia vida para que haya valido la pena, es lo que intenta Arturo. Ese truco usado por nuestros antepasados para embellecer-justificar la guerra resulta el único consejo necesario para sentarse a contar. Arturo es un personaje que vive y escribe dentro del propio libro, un juego por momentos metaliterario muy interesante. Y esa estructura es la responsable de que podamos disfrutar de un libro homogéneo y auténtico, una fábula dentro de otra fábula dentro de otra fábula. Arturo sirve para mantener a flote y en estrecha comunicación todas las historias y le permite al autor ofrecernos una mirada oblicua sobre la realidad, donde hay luces y sombras, injusticias y frustraciones, pero también, amor, complicidad y un grito de guerra insobornable.

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La mentira que nos representa

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Vivimos en la época de la autoficción. Existe en nosotros la necesidad de creer que la literatura sirve para algo, que no está muerta y que, por ende, todos tenemos una vida que debe ser contada. Y mientras unos se centran en lustrar sus egos con erudiciones, guiños a la mitología más extravagante posible y argumentos pretenciosos, otros escriben, cuentan, narran, se abren en canal como sólo los buenos escritores pueden hacerlo.

Abrirse en canal que no es contar la propia vida sino buscar la sinceridad de la escritura; que es meterse en la piel de los personajes y hacerlo hasta tal punto que a simple vista lleguemos a preguntarnos si los textos son o no autobiográficos, si realmente alguien pudo pasar por algo tan doloroso y seguir pedaleando. Libros así son los que nos cambian, esos que, como dice Antonio Orejudo, se explican a sí mismos y no requieren que nos salgamos de ellos para buscar en ese entramado sofisticado de la tradición literaria y la parafernalia del contar erudito su razón de ser. Libros como panes, como miradas, como pájaros, que nos alimentan y emocionan y no necesitamos explicar por qué ni cómo.

«La vaga ambición» nos recuerda que en Antonio Ortuño tenemos a un autor así, de esos que se dejan la piel en la escritura, y que nos avisa que para ser un escritor comprometido no necesariamente hay que tener una causa definida, ni abanderarse en una visión amarga o catastrofista de la vida. No, al leerlo, podemos asumir que la literatura es uno más de los muchos espacios de encuentro con nosotros mismos y con el mundo, y que para eso vale tanto una reflexión filosófica profundísima y rebuscada como un buen cuento, sencillo, apasionante, ensangrentado; la diferencia entre ambos es que el cuento nos acompañará siempre pero las ideas mutan y se vuelven insípidas con el paso del tiempo.

Foto: Páginas de Espuma

Hemos venido a cortar gargantas

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Leemos «La vaga ambición» y no importa cuánto haya de autobiográfico en él, salvo para los amigos y seres queridos de Ortuño, porque nuestra lectura debe ser personal. Si bien creo que leer es uno de los actos que mejor nos entrena en la empatía, al obligarnos a ponernos en el lugar de unos otros a veces absolutamente opuestos a nosotros y a aquello en lo que creemos, principalmente es una manera de ejercer el autoconocimiento. Toda lectura, por tanto, termina siendo autobiográfica, desde el punto de vista de quien la escribe (cuando la escribe) y desde el lector (cuando la lee). Por eso, al leer en lugar de buscar a quien ha puesto esas palabras deberíamos enfocarnos en observar lo que esas palabras revelan de nosotros. ¡He aquí el gran desafío! Todas las lecturas exigen en ese sentido un esfuerzo de nuestra parte y si no estamos dispuestos a hacerlo mejor sería que dedicáramos estas preciosas horas a otra actividad.

En el caso de «La vaga ambición», se trata de un libro lleno de dolor y de sombras, que narra lo que el pasado nos hace, la forma en la que se esculpe nuestra cercanía con el mundo y se estropean nuestras relaciones, y a la vez que intenta explicar las verdaderas razones por las que escribir puede ser para nosotros la cosa más maravillosa del mundo y también la más ardua y trágica. Pienso que es una potentísima lectura no sólo para saber más sobre nosotros mismos sino también para repensar las razones de la escritura. De alguna forma, escribir es sentarnos frente a nuestros fantasmas y empezar de nuevo, una y otra vez, como si hubiera muchas historias en una misma. Eso viene a decirnos Ortuño en la voz de Murray.

La ira. El rencor. El dolor agudo. Sin ellos no habría literatura. Tres elementos que se funden en la mentira y nos permiten disfrutar de una guerra e imaginar a los soldados cantando mientras van a jugarse la vida en el campo batalla o de un encuentro que roza la comedia entre Walter Benjamín y Mijail Afanásievich. Todos tenemos razones para mentir(nos) porque nos pesa y no nos creemos que la vida sea (o haya sido) simplemente esto, y las mentiras que se inventa aquí Ortuño son curiosas, estimulantes, apasionadas, exquisitas. Por eso hay que leerle.

¡Lean este libro como quien descubre una nueva forma de mirar el mundo!

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LA VAGA AMBICIÓN
Antonio Ortuño
Páginas de Espuma
978-84-8393-219-3
120 páginas
Papel: 15 €
Digital: 5,99 €



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