Juan Manuel Gil: «Si supiera cómo van a acabar las cosas, no tardaría en dejar de escribir»

Foto: Diario de Almería

He sentido siempre una inclinación especial por lo que no se dice, por esos huecos que no es capaz de llenar la experiencia, por esas miradas insignificantes que se nos han metido tan profundo que han dejado de ser anodinas. Por eso me atraen los libros que trabajan sobre la forma en la que componemos el mundo aferrándonos a lo que otros desechan y a las palabras que para otros no significan nada. Es también por eso que «Las islas vertebradas» de Juan Manuel Gil (Playa de Ákaba) me ha fascinado tanto. Libros así se merecen largas y dilatadas charlas, como ésta que nos ha regalado su autor. Continuamos el diálogo, desde aquí.


P—Encaras el alcoholismo desde una óptica humana, sin el cliché melodramático y romántico con que lo ha pintado desde siempre el mundo de la literatura. Optas por mostrar la parte sucia, lo que tiene de sórdido y de desesperante esta enfermedad. ¿De dónde surge esa mirada?

R—El cine, la literatura y la publicidad, en muchos casos, han contado un relato del alcoholismo que no se parece mucho a lo que yo he conocido. Mi visión tiene más que ver, como tú bien dices, con la sordidez y la desesperanza. Más con la idea de cagarse encima que con la de frecuentar clubes nocturnos donde el hielo y los vasos tintinean. Me resulta un tema tan duro que difícilmente puedo ver en él una brizna de fascinación romántica.

P—Describes de una forma muy descarnada el deterioro físico de Martín, pero también en medio de esa escritura abocada a lo pringoso te aferras a una peculiar belleza. ¿Es realmente posible que en la vida de Martín haya luz? ¿Todas las vidas pueden enderezarse?

R—No soy un optimista incansable. No tengo claro que todas las vidas puedan enderezarse —y lo digo sin saber muy bien cuándo una vida se endereza-. En lo que sí creo es en la mirada del escritor y en su capacidad para ofrecerle al lector un pasadizo hacia la belleza, la fascinación, la emoción, el vértigo… Es posible que en la vida de Martín haya luz, porque no siempre ha vivido sumido en la oscuridad. Y cuando está en ella, en todo caso, patalea para salir de ahí, casi como si fuera un niño.

P—Escoges los huecos que han marcado la personalidad de Martín para explicarnos por qué es como es. ¿Es el dolor la única verdad, como dice Coetzee? ¿Es la orfandad la mayor y más vívida representación del dolor?

R—El dolor de Martín, sus heridas, lo convierten en una especie de animal herido. En su caso, sus actos —desesperados o meditados— están determinados por la presencia constante de ese dolor. Pero también por el miedo, por su cobardía, por esa necesidad de ser acogido y aceptado, por su incapacidad para dar cobijo a la frustración. Dolores que, en realidad, no pueden andar muy lejos de los nuestros. Ahora bien, no todos gestionamos esos dolores del mismo modo. Y Martín, en esa gestión, despierta sentimientos que van desde la compasión hasta el desprecio.

P—Hablemos de los diálogos. ¿Por qué te decantas por una composición artificiosa en lugar de intentar representar las conversaciones de forma realista?

R—Siento una gran fascinación por los diálogos en los que resuena un tono marcadamente literario. Es como si los personajes supieran que están siendo observados y taquigrafiados por un narrador, y, sin llegar a ser devorados por la solemnidad, quisieran dotar sus palabras de cierto misterio, de elipsis, de ritmo… Sencillamente es una opción más. No muy original, por cierto. Muchísimos escritores hacen uso de ella.

P—Hay un enfoque muy pictórico e instantáneo en tu escritura. ¿Revela esto una forma de trabajar más pulsiva que racional? (me refiero a un método de trabajo en el que caminas pero no tienes claro bien adónde te diriges, como más pasional).

R—Probablemente, sí. Es cierto que prefiero escribir sin saber muy bien dónde voy a llegar. Me conozco y, si supiera cómo van a acabar las cosas, no tardaría en dejar de escribir. Por puro desinterés. Claro. A veces, este sistema de escritura es agotador y peligroso. Puedes desorientarte y acabar caminando en espiral. Pero también es cierto que cuando se alcanzan las últimas páginas, la emoción que te embarga es difícil de explicar. Creo que es una de las razones por las que me sigo sentando a teclear durante horas.

P—¿Qué desafíos te propusiste desde el punto de vista estructural en “Las islas vertebradas”?

R—Que la estructura estuviera al servicio de la historia, y no a la inversa. Que no funcionara como un lastre para el lector. Que contribuyera a mantener la emoción, la tensión y el interés de quien decidiera abrir esta novela. Probablemente sea mi libro, estructuralmente hablando, más ortodoxo. Quería contar la historia de Martín. Solo eso.

P—¿Qué sensación tuviste mientras escribías el libro? ¿Pervive?

R—En determinados momentos de la escritura me resultó difícil. Si quería que el lector asumiera ciertas emociones, el primero que tenía que acogerlas era yo. Así que, después de más de dos años de trabajar en este libro, me costó sacudirme de encima conflictos y sentimientos. Con el paso del tiempo, de las lecturas y de los lectores y de mis nuevos escritos he conseguido desprenderme de lo que durante meses fue una carga muy pesada. Más de lo que estoy dispuesto a reconocer.

P—¿Qué es lo mejor que has conseguido con “Las islas vertebradas”?

R—Nuevos lectores. Lectores con los que he podido conversar, que me han transmitido sus impresiones, sus emociones, sus preguntas. Esas palabras son la mejor prueba de que escribir este libro ha merecido la pena muchísimo.

 



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