Tu voz, la mía

Relato ganador del I Premio de Relato Corto «Asociación Pedro Heras»

En mi pueblo siempre hay tensión, tengo mala reputación…

Eso mismo, o algo así, cantaba un compatriota tuyo, Paco Ibáñez creo, o eso me pareció leer en la carátula del disco que pusiste aquel día. Era una versión de una canción de un compatriota de otros, ¿George Brassens se llamaba? A mí me resultó difícil entenderla en un principio, menos mal que tú tenías paciencia y me la ibas explicando poco a poco, dándole a la pausa y al play del reproductor de cedés. Pausa y play, pausa y play. Como la vida. Como mi vida y la de tantos otros. También recuerdo que decía, la canción, todos, todos me miran mal, salvo los ciegos, es natural. Yo no entendía bien, te repito, y tú te reías con mi ingenuidad. ¿Cómo van a mirar los ciegos?, te preguntaba. Y tú, pausa y play, venga a explicarme el sentido, lo mismo que con aquello, pausa y play nuevamente, de que todos tras de mí a correr salvo los cojos, es de creer. Luego, con el correr de los días, ya me fui enterando bien de las cosas sin pausa ni play. La canción, la de Ibáñez, se me fue metiendo en la cabeza. ¡Y es que me recordaba tanto a mi propia vida! Mi vida y la de otros, la de tantos otros. Hace poco oía también la original pero, aunque su idioma me era conocido, no resulta igual. No tiene tus palabras, tu paciencia, carece de tus recuerdos, del sonido de tu voz. Yo, ¿recuerdas?, te correspondía con otra canción, Aisha, una de Khaled. Una canción de amor en la que se mezclaban mis dos idiomas, árabe y francés, como ahora nos mezclamos tú y yo. Aisha, Aisha, ecoute moi

Escúchame… ¿Cuántas veces no habré pronunciado yo esta palabra? Pronunciado no con exigencia, sino como un ruego, una plegaria. Escúchame. No recuerdo bien ahora si Ibáñez cantaba, en esa canción, algo de los sordos. No sé, aunque muy bien hubiera podido hacerlo. ¡Cuántos sordos no habré encontrado! Sordos y ciegos. Mancos también. Qué difícil que alguien te echara una mano o que estrechara la tuya, más oscura, más huesuda. Tú me contabas que más o menos así es como se trataba en tiempo a los apestados, esos parias. Ahora sí, ahora sí me escuchan. Ahora es fácil, bueno, no siempre. Tendría que cambiar mis rasgos y el tono de mi piel. Pero yo no soy como el cantante ese, vaya ahora no me sale su nombre, sí tú sabes, ése tan famoso. Pero ahora es más fácil. Trabajo, estudios, una reputación. Como decía aquel actor francés, uno de origen marroquí, el problema son las cucarachas. Las cucarachas y la ignorancia, como tú apuntas siempre que conversamos de estas cosas.

Cuántas veces no te habré contado todo aquello. Lo de los primeros meses, lo de los primeros años. Tú me leíste un poema de John Berger, poco a poco, muy despacito, otra vez pausa y play. Uno que se titula La partida y que decía

el dolor
no puede
durar lo suficiente
las sendas desaparecen
bajo la nieve
el blanco abrazo
de la partida
he intentado escribir la verdad en los trenes
sin un oído…

Estos versos los recuerdo, siempre los recuerdo. También se me metieron en la cabeza, como la canción. Fue al poco de conocerte cuando me leíste el poema, antes me diste un folleto que tenía una frase de ese mismo escritor:

La emigración no sólo implica dejar atrás, cruzar océanos, vivir entre extranjeros, sino también destruir el significado propio del mundo y, en último término, abandonarse a la irrealidad del absurdo…

Yo no entendía mucho, sobre todo el final. Te pregunté quién era ese Berger y fue cuando tú me leíste el poema por primera vez. Luego lo harías en muchas otras ocasiones, así como aquel otro de Kavafis, La ciudad:

Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos…”

Un inglés y un griego. Te pregunté si es que en tu país no había poetas. Todavía puedo ver sonreír tus ojos mientras respondías que la poesía no tiene países sino verdades, que no conoce fronteras sino emociones, que ojalá todo fuera como la poesía, que aquellos que no me escucharon nada sabían de poesía, sólo de aduanas y raleas. Igual que hice con la canción, también te correspondí con un poema. Uno de Mahmud Darwish, ¿te acuerdas de sus primeros versos?

No ceso de hablar de la tenue diferencia entre las mujeres y los árboles,
De la magia de la tierra, de un país cuyo sello no he visto en ningún
pasaporte.
Pregunto: señoras y señores de buena voluntad, ¿la tierra de los hombres es
para todos los hombres
como afirmáis? Entonces ¿dónde está mi choza, dónde estoy yo?…
Les estrecho la mano, uno por uno, luego les hago una reverencia…
y prosigo este viaje
hacia otro país donde hablo sobre la diferencia entre espejismo y lluvia
y pregunto: señoras y señores de buena voluntad, ¿la tierra de los hombres
es para todos los hombres?

Yo estoy aquí, estoy aquí y me acuerdo. Tú eras mi Aisha porque me escuchabas y no castigaste nunca mis palabras con el silencio. Recuerdo todo. El día que llegué y cómo, aun antes de ver tu ciudad, se pintaron unos molinos sobre un alcor. Un alcor, ay si supieran los sordos aquellos, los ciegos de entonces, que esta palabra es una palabra tan mía como suya. Porque las palabras son como herencias comunes, de todos y de nadie. Es sólo cuestión de hojear un diccionario. “Alcor: del hisp. árabe alqúll. Colina o collado.”

El día en que llegué. El día en que llegamos. Un pueblo de casas blancas con el zócalo pintado de añil. ¡De añil! ¿Recuerdas mi cara de sorpresa? Blanco y añil. Los mismo colores de los pueblos de mi tierra. Ni tú ni yo creemos en las premoniciones pero aquello fue un presentimiento. ¿Sería posible que al fin fuera a tener un lugar? ¿Sería posible que por fin pudiera tener una gente, ser uno más entre la gente? Nadie lo dice nunca, yo al menos no lo he oído nunca, pero el hogar no es un lugar, es olor, sabor, color. Una vez, hablando de poesía, leyendo poesía como tantas veces, me leíste los últimos versos de Antonio Machado:

esos días azules
y ese sol de la infancia

Así, exactamente eso fue lo que yo vi. Lo que sentí. Como si su voz fuera la mía. Pero antes, tú lo sabes muy bien, las voces que oí no eran las mías. Eran voces agrias, frutos agrios. Una persona no tendría que estar tanto tiempo sometido al rencor de los otros, al desprecio de los otros, a la indiferencia de los otros. ¿No hubo calamidades suficientes? ¿No era demasiado ya el campo de refugiados, la travesía por el desierto y por ese desierto aún mayor que es el océano? Las olas son solamente olas cuando se acercan a la playa y juegas con ellas, te zambulles en ellas, te hacen cosquillas las burbujas de su espuma. En medio del océano son algo bien distinto. Son puños, son mazas, son el peso de tanta inmensidad preparada para aplastarte. Años atrás, cuando aún era niño, las cosas parecían diferentes. Te lo he contado en tantas ocasiones que me da miedo aburrirte. Entiéndeme, hay personas que tienen varias maletas, baúles incluso como equipaje. Otras ni siquiera una bolsa. Cuatro o cinco pertenencias. Llegan a un lugar, las sacan, las miran, las acarician. Se diría que esos actos tan simples les atan a la vida. Les dan vida. Eso me sucede a mí con mis recuerdos. Son lo único que he tenido durante todos esos años. Así que los saco con frecuencia de la bolsa, los miro, los acaricio, los besuqueo. Y los vuelvo a guardar. Hay quien atesora bienes. Otros únicamente recuerdos.

Sí, bien distinto todo cuando niño. Vine a este país tres veces, por verano. Con una familia de acogida. Agua corriente, televisor, casas bien construidas. Jamás me he sentido tan rico. También me sentía querido. Al terminar el verano costaba volver. Al año siguiente más que el anterior. Luego ya sobrepasé la edad necesaria. Regresar aquí sólo podía ser de otra forma, arriesgándose, dejando lo poco que se tiene bajo ese sol y entre aquellas haimas. Es curioso, pero esta palabra, la que designa nuestro hogar de allí, se parece demasiado a la palabra hambre. Da que pensar. Yo hice exactamente lo mismo que últimamente tantos otros. Huir. Huir hacia delante, hacia lo que uno creía conocido. Todos los días la prensa, la radio, la tele informan de estas fugas. Ayer mismo leía, oía sus titulares:

Cientos de jóvenes saharauis vuelven a cruzar el Atlántico desde la antigua colonia hacia las costas de Canarias. Naufragan dos pateras. Hallados diez cadáveres

Naufragios. Muerte. A menudo me he preguntado si la vida no es un pecio, si para reconstruir toda esta historia dentro de unos años no deberán extraer todas esas osamentas del fondo del mar.

Yo fui afortunado. Llegué. Pero al llegar nada fue como entonces. ¿Conoces lo que de verdad significa la palabra ilegal? Todos sabemos que no hay vida sin dolor, y todos queremos olvidar este hecho. Pero no siempre depende de uno. Te dejan o no te dejan. Así de simple. A mí durante demasiado tiempo me lo impidieron. ¿Conoces las muñecas rusas, matrioshkas creo que las llaman? Una esconde a otra, la cual alberga a una tercera, que encierra a una cuarta y así sucesivamente. Lo mismo pasaba con mi dolor. El más reciente guarda uno anterior, éste a otro precedente que a su vez resguarda uno más antiguo. Capas y capas de dolor superpuestas, guarnecidas unas por otras. Pero cuando la necesidad empuja qué otra cosa se puede salvo moverse hacia donde te lleva. Hacia lo que sea con tal de que sea algo, en definitiva.
Mira, todos los días, la gente sigue señales que la encamina a algún espacio que no es su hogar, nada más que un destino. Carteles, flechas de dirección, indicaciones de cruce y desvío, puertos, terminales de tren, carreteras, señales luminosas y sonoras, billetes de embarque, retrasos, cancelaciones. Algunos viajan por ocio, otros por negocios; hay quienes viajan por esperanza y otros por desesperación. Muchos acaban por saber que no arribaron al lugar conveniente, que los carteles, las flechas, los indicios que siguieron les hicieron errar el rumbo. Son como aves migratorias que desconocen dónde queda el humedal. Viajan y llegan, pero pronto se percatan de que el sitio no coincide con el de sus anhelos. Están en un lugar que no es el lugar, tan distante del que escogieron como del que partieron. A veces la distancia sólo se mide en metros. Otras en kilómetros. Las más de las veces en desilusiones. Da igual, siempre terminan por hallarse en la acera contraria, en la ribera opuesta, en la orilla que no desearon, en el lado umbrío de la cordillera. Si además eres saharaui no sólo se te ciega de arena el horizonte sino también el destino. ¿No has olvidado, verdad, ese poema de Nazim Hikmet? El que dice que
El más bello de los mares
no se ha cruzado aún.
La más bella de las criaturas
no ha crecido aún.
Nuestros más hermosos días
no los hemos visto aún.
Y las más bellas palabras que quisiera decirte
no las he dicho aún.

Nos tomaron prisioneros,
nos han encerrado:
a mí entre estas paredes,
a ti afuera.

Sí, durante mucho tiempo estuve encerrado. Encerrado entre paredes de plástico, cultivando verduras, recogiendo verduras que yo no comía. Encerrado entre paredes que yo contribuía a levantar para otros. Encerrado en la calle. Encerrado en la marginación y en la desdicha. Mas, como en ese poema, la esperanza dormía con la derrota, las utopías con la desesperación, el cansancio con las quimeras. Por no tener no tenía ni nombre. Peor aún, mi nombre era el de todos. Chico, morito, mohamed, tú. Pero, ¿y mi nombre? Nadie sabe lo que vale su nombre hasta que lo pierde, hasta que se lo hurtan. Un nombre es como un rostro. Del mismo modo que tus facciones son tu identidad, de igual manera que tus rasgos te vinculan con quienes de engendraron y antecedieron, tu nombre te afirma, el nombre te crea. Si te niegan tu imagen, ¿quién eres?; si te roban el nombre, ¿eres alguien? Y eso fui, eso fuimos: nadie, seres intercambiables, no individuos, no personas, nada más que acémilas, que mozos de carga, con menos valor que las herramientas, con menos valor que las conducciones de riego. No éramos personas sino instrumentos. Un simple engranaje en la rueda del mercado. Sustituibles. John Berger lo dice mucho mejor que yo podré decirlo nunca:
Después de largos y terribles viajes, después de experimentar la bajeza de la que otros son capaces, después de llegar y confiar en su obstinada e incomparable valentía propia, los emigrantes se encuentran esperando en alguna estación extranjera de tránsito, y entonces lo único que les queda de su continente natal es su ser mismo: sus manos, sus ojos, sus pies, hombros, cuerpos, la ropa que usan y aquello con lo que se tapan por las noches para dormir debajo, ansiando techo.
Sólo eso me quedaba, ser yo mismo, ansiar techo. Pero para ello era preciso romper ese círculo. Alguien lo expresó un día claramente, con un ejemplo. Si ponemos una oruga en el borde de un vaso, decía, estará siempre girando y girando, sin salirse del círculo, sin pretender otro rumbo. La elección estaba clara. Circunvalar o no. Ser oruga o ser persona. Yo decidí esto último. Decidí afrontar las dificultades y para ello no sólo tuve que armarme de valor, también de realidad. A menudo las palabras te alimentan. Fíjate si no en cómo alimentan las palabras del sacerdote al moribundo creyente. Yo me alimentaba de poesía. Dirás que soy un romántico, pero con frecuencia rememoro como uno de los más bellos momentos aquellos en que leía libros de poemas en medio de la mugre. Me alimentaba de poesía y me armé con palabras de mi admirado, de mi recurrente Mahmud Darwish:

Dentro de poco tendremos otro presente.
Si te das la vuelta no verás
sino exilio tras de ti:
tu dormitorio,
el sauce de la plaza,
el río, tras los edificios de cristal
y el café de nuestras citas… todo, todo
preparado para convertirse en exilio.

Yo, en realidad, no quería tener otro presente, sino tener presente, ser presente. El futuro, sabía, vendría después. O no. Pero tenía que intentarlo, rasgar el aro. Mi vida, tal como entonces, ya constituía suficiente derrota como para pensar en la derrota. ¿Qué ponía en juego? ¿El fracaso? Y todo lo que vivía, las mañanas soleadas sin sol, el sudor sin calor, los días sin tiempo, el deambular hacia un horizonte sin horizonte, ¿no eran de por sí más, muchísimo más que fracaso?

Fue cuando decidí acercarme a vuestras oficinas. Ya había oído hablar de vosotros. No prometíais papeles, ni subvenciones, ni trabajo. No tejíais la red que tejen tantas arañas para envolver y devorar luego al insecto. Llamé al timbre. Abrí la puerta.

Abrir una puerta puede parecer un procedimiento fácil, simple mecánica. Pero para algunos una puerta puede resultar un muro, un túnel, un laberinto. Sobre todo si se desconoce lo que habrá detrás. ¿Una planicie o un foso? ¿Un tenue albor o la misma oscuridad ya conocida? ¿Una salida o idéntica oclusión? Sólo si se toma esto en cuenta se llega a comprender mis expectativas y mi recelo, mi pavor y mi esperanza. Y mi inquietud, los nervios que hacían que temblequearan los dedos en mis manos, el peso en el estómago, el hormigueo en las piernas, el nudo en la garganta
Pasé. Una habitación amplia, acristalada. Al otro lado, un paisaje con casas y árboles. Luz, espacio. Fuiste tú quien me atendió. Comenzaste por preguntar mi nombre. Rachid. No , ni chico, ni mohamed, ni moro. Sencillamente Rachid. Luego me preguntaste las cosas acostumbradas. Mi procedencia, mi situación. Tras darme el folleto que contenía aquella frase de Berger, así como una reflexión de Galeano que por entonces no comprendí:
La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar
me dijiste algo que caló muy dentro de mí, un pinchazo, no de malestar sino de consuelo:

– Eres una persona, Rachid, que no se te olvide y tienes derechos.

Fue la primera vez que pronunciaste mi nombre. La primera, además, que alguien me mencionó la palabra derechos en lugar de decirme trabaja y no cobras, deprisa, más rápido, no vales para nada, vago, maleante, agradecido tendrías que estar. Rachid. Derechos. Tú no pudiste darte cuenta, pero al pronunciar mi nombre, lo mismo que Adán, ¿o fue Eva?, en el paraíso con los seres y las cosas, me creaste. Al asociar mi nombre y la palabra derechos me diste identidad, me hiciste persona. Una vez, en un programa televisivo, un coloquio, no sé, algo así, acaso un documental o una entrevista, un señor muy entendido indicó algo así como que toda la historia de occidente, que todo el progreso de occidente, se debía al acceso de los súbditos a la condición de ciudadanos, de entes subordinados al grupo a individuos con derechos. Tú no planteaste ninguna teoría, te limitaste a darle forma, a empezar a hacerla realidad, a poner el primer ladrillo de la pared, la primera semilla en el campo, a desbrozar el jardín.

– Por ejemplo, Rachid, cuando lo necesites puedes ir a un centro de salud, al médico, y que te atiendan, no te ocurrirá nada, créeme; o denunciar si te explotan. Las leyes se suponen que están para protegernos y no para castigarnos. ¿Comprendes, Rachid? A ti también, ¿sabes? Y, por supuesto, puedes venir aquí en cuantas ocasiones requieras.

No fue sólo por lo que me dijiste, sino por cómo me lo dijiste. Sé diferenciar los tonos, los matices de la voz, distinguir una miradas de otras. Al salir de aquel despacho sentí alivio, confort. No, no eso exactamente sino una sensación similar a cuando, en una mañana fría, tomas a sorbos una taza de té bien caliente y es como si el verano te subiera desde la tripa y toda la carne se te llena de bienestar. Como cuando cobijas el cuerpo bajo una buena manta de lana y lo estrechas a otro cuerpo. Como salir de repente de una mala noche.

Unos días más tarde nos encontramos por ahí, en plena calle. ¿Recuerdas? Me preguntaste cómo va todo, Rachid, y yo casi ni acerté a articular palabra. Seguro que se me subió el color por todo el rostro. Sonrojo, un puro sonrojo. Di algo, Rachid, me decía a mí mismo, vamos, cruzas millas y millas marinas, medio desierto, para luego darte miedo hablar, venga hombre. Al cabo me atreví. Bueno, más o menos igual. Buscando. ¿Y tú, bien todo? A menudo las cosas acontecen de manera imprevista. Uno puede estar ahí, todo el día entero aguardando que algo ocurra y no acaece. Ya harto, fatigado, decides largarte y entonces va y acontece. Y así fue.

Inmediatamente después de hablarte fue cuando me dijiste que te ibas. Algo debió derrumbarse dentro de mí, crujir como una casa vieja o cuando un árbol se troncha. Tú lo percibiste enseguida. Al instante. Casi sin pensarlo, de sopetón, me preguntaste que por qué no me iba de allí contigo, me encontrarías trabajo y luego, a su tiempo, todo lo demás, los papeles, la residencia, coser y cantar. Me quedé inmóvil, estupefacto, incrédulo en un principio.

– Oye, se trata sólo de una propuesta, si no te interesa no pasa nada. Se me ha ocurrido y ya está.

¿Y ya está? Tú, por mucho que te lo haya dicho, no alcanzas aún, jamás alcanzarás a imaginar lo que significaba aquello. ¿Una propuesta? No, una propuesta no. Un milagro. Comprenderás que me quedara atónito, aturdido, fascinado, y no respondiera de inmediato. Soy un hombre del desierto y conozco muy bien lo que es un espejismo, lo que las reverberaciones del calor hacen creer a tus ojos. No, no es que no me fiara, sino que de repente el destino ponía ante mí mucho, mucho más que lo que uno hubiera imaginado.

– Yo…., sí, sí, gracias –fue lo único que logré balbucir.

Partimos unas dos horas más tarde. Mis preparativos, bien escuetos, la suerte de quien apenas tiene nada, lo puesto y poco más. Del viaje poco recuerdo, tú me enseñaste la ruta y el destino en el mapa de carreteras. Un punto pocos cientos de kilómetros más al norte. Quienes somos del sur, de un sur que yace al sur de todo sur, ansiamos el norte. Norte, una palabra sinónimo de opulencia. Norte, y la boca se te llena de comida tres o cuatro veces al día. Norte, y ya no hay arena.

Poco recuerdo del viaje. Fue tan corto… Laderas con olivos, un estrecho montañoso y tras él una llanura amplia, cada vez más amplia, colmada de vides. Y el alcor con los molinos, cuando dijiste ya estamos en casa. En casa. Todo lo demás ya lo sabes, bien reciente está. El cómo fui dejando de ser un extranjero, el cómo nos fuimos aproximando, el cómo, según escribió Nizar Qabbani

El amor vino al fin
sin intimidación… con la simetría del deseo.
Y yo di… y tú diste
y fuimos correctos.
Sucedió con maravillosa facilidad
como escribir con agua de jazmín,
como una fuente que brota del suelo.

Comentarios4

  • Gloria Isabel

    Espectacular. Me gustó mucho la redacción. Siempre me mantuvo interesada.

  • Sara

    Puse tu nombre en internet y mira lo que salió. Ojalá engancharte fuera del ordenador fuera así de fácil. Un besito.

  • Prof. Karina

    Es una maravilla ese cuento, con razón fue el ganador. El sentimiento conque se narran experiencias tan íntimas y a la vez universales es indescriptible. Los que vivimos al sur y sabemos lo que es ser extranjero en el mundo compartimos y agradecemos el placer que la lectura del relato nos provocó.

  • Irene

    muy bueno...ojalá tengas ese sentimiento en la vida



Debes estar registrad@ para poder comentar. Inicia sesión o Regístrate.