Domingo sin Francisco

Vea usted: Yo he amado mucho. Cuánta noción de firmamento, de estrellas cayendo en silencio mientras la gente dormía, de lucero parpadeando sobre el rocío del pasto, empecé a tener desde que conocí a Francisco.

Se me vino encima toda la constelación.

Él me hablaba muy por debajo de su edad (ya tenía cincuenta y cuatro años) pues no le gustaba ponerse serio ni portarse como gente mayor conmigo; no se quejaba de la artritis, que comía diariamente la semilla de su salud, ni mencionaba las molestias en el pecho, que le hacían toser un color azul oscuro, pues era de fumar mucho.

Me amaba.

A veces se ponía a tono con la duración del noviazgo: dos años. Entonces me decía, mientras observábamos partir un barco de bandera azulada de aquel muelle de Buenos Aires donde venían a confinarse los amantes de los atardeceres, que ya conversaría con su madre, la señora Ester.

A mí, que era feliz con verlo solamente, que hablara o no de mi existencia a ella, me tenía sin cuidado. Vea usted: A su madre le habían vuelto chocha sus ochenta y siete años, y yo sabía, por confesión de él, que en la entrevista la señora sólo me confundiría con la primera novia, Margarita Escalante, reclamándome que ya era tiempo de casarme con su niño.

Cada tarde lo aguardaba sentada frente al piano inglés de tres pedales.
Pero él era demasiado inquieto para un Beethoven denso, sordo, revolviéndose en su silencio hasta que salieran aquellas notas musicales liadas con los ruidos de cascos de los caballos en tropel.
Así que se quedaba escuchándome un rato y luego me contaba aquellas cosas que se acostumbra contar cuando se habla de casos que ocurren a los otros, sólo a los otros, y lejos.
Francisco se instalaba en el sofá de respaldo ortopédico, fumaba un pucho, de los más buscados, y me besaba las manos mordiendo cariñosamente mi dedo meñique en señal de apetito.
Era un seductor. En sus ojos azules me veía pequeña y aniñada.

Cómo no iba a desear morir cuando me vinieron a contar que había muerto. El domingo se lo llevó, mientras los enamorados del parque tendían manteles a cuadros sobre el pasto para servirse filetes de carne empanados y vino; ah… ellos siempre tan locuaces y contentos a pesar de la insistencia de alguna abeja y dos o tres moscas que suelen ir de las hierbas a la boca de la botella y de la boca de la botella al aliento alcohólico.

Se sabe que todas las historias de amor son únicas.
Pero comprenda usted que nuestro amor era la razón de mi vida.
Y si era la razón de mi vida, ¿cómo no voy a estar ahora fuera de mi juicio?
El piano inglés, con su tapa levantada, no me dice absolutamente nada.

La brisa fresca de la tarde, que antes me inspiraba un café caliente con tostadas, para tomarlo en compañía de Francisco, mi Francisco (él soplaba por mí el vapor), hoy me arrastra hasta la cama, donde me hundo bajo dos pesados edredones.

No hago otra cosa que vivir de costado, y atrás, siempre atrás, pues soy la última, pareciera, en la fila del gentío.

Cómo dejar de estar triste, si a esta hora ya solía hallarse él conmigo, mostrándome una variedad de piedras y de guijarros que juntaba avanzando por el camino de los cipreses para mí; ah… arrastraría una montaña hasta mis pies si fuera necesario.

Su mejor presente fue una desdichada mariposa blanca con el ala lastimada que salvó de un pabellón de hormigas rojas que ya cruzaban la calle para arrastrarla a su nido. La arrullamos como si fuera la criatura de nuestra buena suerte.

Solíamos ir al bar chino de la esquina. Me contaba chistes divertidos; sobrepasada de alegría, yo sentía correr las lágrimas por mis mejillas, y él, contento de darme la felicidad necesaria para que lo amara y lo adorara todavía más, pedía al mozo otra botella de champán de la más selecta cosecha.
Y ahora usted me dice que la vida continúa.

Y claro que sigue, pero en sentido contrario. Cada día retorno al pasado, por ejemplo a aquella carrera que hicimos hasta llegar a la cima de la loma, desde donde se veía el campanario de la iglesia.
Y me dice usted que tome vitaminas, con un vaso de agua mineral. Y tomo la medicina que viene en un envase de color verde, un verde de esperanza comercial; sin embargo el recuerdo de su rostro observándome mientras me maquillaba frente al espejo me persigue, y se repite, se multiplica en el espejo de cuerpo entero de la sala cuando paso frente a él.
Querría enojarme con Francisco por perseguirme.
Quiere volverme loca.

Si miro el patio oscurecido de la casa, mientras me siento en el sillón, yo, madre de mi gato, siento que una música triste, como de violín perdido por su dueño y tocado por manos extrañas, como de viento arrastrado por las hojas de las veredas, viene a marcar el compás de esto que hago para no fatigar mi cansado corazón: mecerme.

Y me dice usted que no debo caer en exageraciones nerviosas, pero lo que me pasa, lo que me ocurre es una tristeza profunda, de las que le vienen a uno cuando observa caer el agua de la canaleta sobre el aljibe sin fondo.

¿Vio qué tristona suele ser la lluvia al resbalar por las ramas de la higuera?
Y me explica usted que esta píldora de color azul me ayudará a tener la memoria encendida. Qué me importa a mí recordar dónde dejé los anteojos, o la cajetilla de fósforos, o el nombre de mis amigas que me llaman de vez en cuando para reprocharme por no llamarlas, o mi mismo nombre, que a veces se me antoja fuera de lugar y excesivo para mi situación actual: Aurora.

Qué me importa olvidar si no puedo dejar de recordar aquel paseo con Francisco bajo la sombra de los eucaliptos, a las cinco de la tarde. Entonces nuestro enamoramiento nos hacía aspirar y exhalar el aire para llenarnos de ese querer que parecía oler a una esencia aromática. Nos queríamos tanto, y era un dolor, a veces, querernos, sobre todo cuando nos despedíamos. Cuando nos despedíamos nos queríamos demasiado.
Usted sabe, doctor, que el domingo tiene un no sé qué de melancolía. Y también de desgracia.
Él ya no está a mi lado.

Ayer, junto a la glorieta del paseo de las mariposas, vi a una joven de rostro claro, con unas pequeñas venas azules que eran como vetas en su triste rostro de piedra; a su lado estaba un muchacho, parecido a mi Francisco, que le tomaba cariñosamente de las manos y le decía cosas tibias en el oído.

Me puse tan mal. El amor de los demás prende en mí un dolor que es como un fósforo encendido; estoy devorada por dentro.
Nadie puede hacer ya nada por mí.
Ni usted ni yo tendremos culpa alguna si mañana amanezco muerta en la cama. «Sobredosis de barbitúricos», dirá el médico forense. La culpa la tendrá esta tristeza horrible y espantosa como una tarántula de la que ya no puedo hacerme cargo.



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