El perplejo

Víctor Botas

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Las olas que vinieron a morir a mis pies cada verano, desde
mil novecientos cuarenta y seis.
El cigarrillo roto del cenicero azul.
Mi mano con la pluma que no entiendo.
La rosa inalcanzable de Jorge Luis Borges.
La amistad de unos pocos.
El clavel amarillo que ignoré esta mañana en una tienda de flores.
La piedra con la que tropecé el pasado mes de julio en Puente Viesgo.
El salto delicado de los gatos.
Los payasos del Price que yo miraba atónito, a los cinco o seis años.
La cara muerta de mi abuelo que se me está borrando.
Paulina en el Gran Canal de Venecia, un día de mil novecientos
setenta y uno.
El grano que ahora tengo en la mejilla.
José Luis García Martín camino de Oliver con un puñado de libros y
revistas bajo el brazo.
Mis hijas que jugaban junto a la gran roca que hay en la playa de
Biarritz.
Mis hijos que todavía juegan en el mismo lugar.
La mala leche con que pago a Hacienda.
El capot de mi coche tragándose impertérrito la larga cinta gris de la
carretera.
Los ojos que no ven más que otros ojos que pasan junto al mar cada
mañana
y que, como las olas, se estremecen, azules y cambiantes.
El sabor de un café, rayando el alba,
en el barrio Latino de París.
La angustia de saber que tan sólo me salvan unas cuantas
líneas vacilantes.
Los cincuenta años que cumpliré, dentro de once meses y medio.
Esta leve lumbalgia al levantarme de la silla…

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