La biblioteca de Beardsley

Domingo F. Faílde

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Si cierro la ventana, si la helada penumbra
enciendo de esta estancia, el otoño,
la quejumbre amarilla de la tarde, la dulce
llovizna con que acaso
trenza su vals la luz,
quedarán a la puerta, seguirán a la puerta,
aguardando
el discurrir monótono de la eternidad,
mientras aquí desfilan
mares, islas, ensueños,
huyendo de las doce campanadas
que saltan del reloj.

Mas dónde, sin embargo, la languidez del tiempo
esconde su pañuelo. Pues la niebla,
que ya empieza a espesarse, va invadiendo
también este aposento donde el silencio huele
a pergamino y moho (sobre la mesa,
se ha desmayado un libro, frío como ese búcaro
en cuyo vientre el sol palidecía).

Yo no sé dónde suena
el clavecín del viento
ni, en otro orden de cosas, si, a lo lejos,
Elgar,
fastuosamente,
enciende los faroles del crepúsculo,
es decir,
la tristeza,
que en su carroza alada
viene a cenar conmigo como todas las tardes.

Aunque a estas alturas,
no sé si este pendón me ama o tan sólo
quiere jugar al bridge.

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