En algún lugar de las costas de nuestra querida América Latina.
Pedro regresaba del muelle con olor a sal y cansancio antiguo en los hombros. El mar lo había dejado casi vacío, apenas un par de peces y muchas horas de silencio. Caminaba por un barrio humilde, de esos donde las casas parecen sostenerse por fe y alambres, cuando escuchó el grito: un niño acorralado por tres sombras torcidas, malandrines con hambre de miedo.
Pedro no pensó. Nunca pensaba. Como aquella vez remota en otro huerto que no recordaba del todo, su mano fue más rápida que su juicio. Sacó el cuchillo de pescador —herramienta de redes, no de sangre— y se lanzó. Hubo forcejeo, insultos, un destello de metal. Dos de ellos cayeron heridos. Pedro también: un tajo en el costado, la vida escapándose como agua entre los dedos.
La noche decidió no matarlos.
La gracia —esa palabra que no pide permiso— quiso que todos llegaran al mismo hospital público, pasillos verdes, luces cansadas, olor a yodo y milagro discreto. Allí trabajaba un médico al que sus colegas llamaban Salvador. Le decían “Jesús” en voz baja, medio en broma, medio en esperanza, por la barba serena y por esas manos que parecían recordar cómo arreglar lo que el mundo rompía.
Salvador curó primero a los malandrines. Con paciencia imposible, suturó carne y rencor, como si la violencia fuera solo una enfermedad más. Nadie entendió cómo, pero salieron vivos, completos, casi humanos.
Luego fue el turno de Pedro.
Mientras lo cosía, Salvador lo miró a los ojos con una hondura que dolía más que la herida. Y dijo, sin levantar la voz, como si repitiera una frase aprendida antes de nacer:
—Oye tu pescador, no vayas por las calles pescando hombres malos. Busca a Dios, y él te enseñará a pescar almas.
Pedro sintió que el suelo desaparecía. Cayó postrado, no por el dolor, sino por el peso de la verdad. Prometió, con lágrimas torpes y manos temblorosas, que jamás volvería a levantar el cuchillo por ira, aunque sí por pan, por trabajo, por vida.
Salió del hospital distinto. No más santo, no más fuerte, pero sí despierto. Entendió que hay batallas que ganan ruido y pierden sentido, y otras silenciosas que salvan sin dejar cicatriz.
Porque no todo mal se vence con filo,
y no toda defensa necesita sangre.
A veces, la mayor valentía es soltar el arma
y aprender a lanzar redes donde antes solo había golpes.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025
*La noche del arresto, cortó la oreja del siervo del sumo sacerdote, llamado Malco (Juan 18:10). Era Pedro otra vez, impulsivo como un relámpago mal dirigido.
Entonces Jesús, con calma de abismo y ternura de cirujano del alma, le dijo algo que todavía resuena como campana rota:
«Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán»
y añadió, sanando la oreja cercenada como quien recompone el mundo:
«¿Acaso no he de beber el cáliz que el Padre me ha dado?»
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Autor:
JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (
Offline) - Publicado: 23 de diciembre de 2025 a las 15:35
- Comentario del autor sobre el poema: Este relato está basado en un pasaje de la Biblia. No tiene otra intención que la obvia. Estamos en la víspera de la noche buena. Que todos tengan una Feliz Navidad.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 3
- Usuarios favoritos de este poema: Sir. Black Lyon

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