Relatos íntimos de noches que vuelven III

Silvana Ibáñez

 

En reunión familiar

 

Tocó mi espalda para la foto familiar. Ninguno lo pensó; no compartimos sangre, pero sí apellidos. No nos habíamos visto nunca en persona —era la primera vez—, aunque cada uno había escuchado del otro, como de cualquier otro miembro de la parentela. Y esa noche, uno frente al otro, reímos inocentes con los relatos de la familia.

Él, vestido de blanco —tanto por oficio como por su lugar de residencia—, enfrascado en una relación obligada.
Yo, vestida de negro, en luto obligado de un amor confiscado, ataviada de números y reglas.
Estábamos allí, posando en medio de la algarabía de un reencuentro que, para algunos, como en su caso, era de años. Posábamos para la foto familiar que inmortalizaría el momento: niños, jóvenes y los no tanto, reunidos en ese espacio, en ese tiempo.

Frente a la casa blanca familiar —esa que nos cobijaba una vez más— con la seguridad madura de su firmeza, y con su aroma inconfundible que no perdía con los años: a comida rica de abuela, chismes de tíos, y complicidad de primos inquietos. La casa de las travesuras, las mismas que todos repetían y recordaban en cada encuentro.

Al repetido llamado: “¡Foto, foto, foto!”, cada uno dejó lo que estaba haciendo, y poco a poco nos fuimos reuniendo en el tradicional lugar de formación familiar. La murallita baja, de apenas ochenta centímetros que separaba la vereda de la propiedad, era ideal. Los mayores la aprovechaban para sentarse, los niños se acomodaban delante —en cuclillas o arrodillados— y los tíos y jóvenes atrás, especialmente los que pretendían ocultar la panza. Como tantas veces, todo sucedió entre risas y forcejeos.

Nadie pudo prever —ni siquiera nosotros— que, al emparejar posiciones, los desconocidos quedaríamos uno al lado del otro. La solicitud de reducir espacio nos obligó a aproximarnos aún más para la toma. Fue entonces que, al apoyar su mano en mi espalda, en un gesto tan inconsciente como inocente, provocó lo que ninguno imaginó… pero ambos sentimos.

La energía que brotó de su mano recorrió mi cuerpo, y el suyo, como una hiedra cubriendo un muro, pero todo en un microsegundo. Dejamos de ser dos para convertirnos en uno.

Esa conexión nos llevó, inexplicablemente, a congeniar en una misma habitación. Blanca, pequeña, de un solo ambiente, finamente diseñada: un sofá cómodo, un kitchenette coqueto, y una cama vestida con sábanas blancas impecables. Él decoró el espacio con unas flores hermosas. Nuestras sonrisas nerviosas acompañaban las ansias de replicar ese instante vivido —esa energía que habíamos generado juntos— y que sabíamos, sin decirlo, que sería aún más intensa.

Éramos luces absorbidas por el agujero negro de nuestra cercanía, y ambos comprendimos que no podría ser de otra manera. En la cama, volvimos a ser uno. Disfrutamos de cada movimiento, de cada embriagador momento, flotando entre caricias, posiciones y besos. ¡Rendidos acabamos! Abrazados, nos detuvimos en una mirada tan profunda que deseábamos poder leer los pensamientos del otro…

Y una voz cortó la magia:
“¡Sonrían!”

Todos estaban allí, quietos, alrededor de la muralla blanca de la casa de la abuela.
Se fueron las flores.
El flash de la cámara nos devolvió a este tiempo, para separar nuestros cuerpos y seguir nuestras vidas.

 

© 2025 Silvana Ibáñez — Todos los derechos reservados.

  • Autor: Silvana Ibáñez (Offline Offline)
  • Publicado: 18 de diciembre de 2025 a las 09:41
  • Categoría: Erótico
  • Lecturas: 4
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