Tocó mi espalda para la foto familiar. Ninguno lo pensó; no compartimos sangre, pero sí apellidos. No nos habíamos visto nunca en persona —era la primera vez—, aunque cada uno había escuchado del otro, como de cualquier otro miembro de la parentela. Y esa noche, uno frente al otro, reímos inocentes con los relatos de la familia.
Él, vestido de blanco —tanto por oficio como por su lugar de residencia—, enfrascado en una relación obligada.
Yo, vestida de negro, en luto impuesto de un amor confiscado, ataviada de números y reglas.
Estábamos allí, posando en medio de la algarabía de un reencuentro que, para algunos, como en su caso, era de años. Posábamos para la foto familiar que inmortalizaría el momento: niños, jóvenes y los no tanto, reunidos en ese espacio, en ese tiempo.
Frente a la casa blanca familiar —esa que nos cobijaba una vez más— con la seguridad madura de su firmeza, y con su aroma inconfundible que no perdía con los años: a comida rica de abuela, chismes de tíos, y complicidad de primos inquietos. La casa de las travesuras, las mismas que todos repetían y recordaban en cada encuentro.
Al repetido llamado: “¡Foto, foto, foto!”, cada uno dejó lo que estaba haciendo, y poco a poco nos fuimos reuniendo en el tradicional lugar de formación familiar. La murallita baja, de apenas ochenta centímetros que separaba la vereda de la propiedad, era ideal. Los mayores la aprovechaban para sentarse, los niños se acomodaban delante —en cuclillas o arrodillados— y los tíos y jóvenes atrás, especialmente los que pretendían ocultar la panza. Como tantas veces, todo sucedió entre risas y forcejeos.
Nadie pudo prever —ni siquiera nosotros— que, al emparejar posiciones, los desconocidos quedaríamos uno al lado del otro. La solicitud de reducir espacio nos obligó a aproximarnos aún más para la toma. Fue entonces que, al apoyar su mano en mi espalda, en un gesto tan inconsciente como inocente, provocó lo que ninguno imaginó...
Esa conexión nos llevó, sin tránsito ni aviso, a una misma habitación. Blanca. Pequeña. De un solo ambiente.
Todo allí parecía dispuesto para recibirnos, como si el espacio nos hubiera estado esperando. Un sofá cómodo, una cama vestida con sábanas blancas impecables, la luz justa y unas flores, que él dejó sobre la mesa.
Nos miramos con sonrisas tensas, conscientes de que buscábamos repetir aquello que había nacido en un instante mínimo: una mano, una espalda, un pulso compartido.
Y como si algo nos hubiera corrido del mundo y nos hubiera dejado solos en ese blanco absoluto… En la cama nos volvimos uno. No hubo prisa. Bocas que se buscaban como si ya se conocieran, manos que confirmaban lo que el cuerpo había intuido antes que la razón.
Cuando todo se aquietó, nos quedamos mirándonos. No hablábamos. Queríamos —lo supe entonces— poder leer el pensamiento del otro y comprobar que habíamos estado en el mismo lugar.
Y una voz cortó la magia:
“¡Sonrían!”
Todos estaban allí, quietos, alrededor de la muralla blanca de la casa de la abuela.
Se fueron las flores, aunque su mano seguía allí.
El flash de la cámara nos devolvió a este tiempo, para separar nuestros cuerpos y seguir nuestras vidas.
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