La kantuta primera

Jesus de los Angeles Valdivieso Alarcon

 

Se entiende que antes

de que el primer rayo partiera el cielo,

Illapa no caminaba solo.

No era malvado por aquel entonces.

 

A su lado danzaba ella,

la de los pasos suaves,

la de los ojos que podían apagar una tormenta:

el espíritu antiguo

de la kantuta primera,

su amante eterna,

la única que podía dormir sobre un trueno

sin quemarse el alma.

 

Juntos giraron siglos,

encendiendo y apagando estaciones

como quien sopla brasas para no sentirse solo.

Illapa hacía todo por ella;

hasta extendió la primavera

para que su amada sonriera más.

 

Hasta que un día,

en la Quebrada del Cóndor,

ella vio llegar a un joven guerrero inca.

Un mortal.

Un hombre nacido para morir.

Pero cuyos ojos tenían algo

que ni el cielo podía darle:

la promesa

—no de eternidad—

sino de pertenencia.

 

Ella lo amó.

Amó la fragilidad de su piel,

la rabia que ardía en sus manos,

la sangre que caía de su lanza,

el corazón de montaña

que no sabía retroceder.

 

E Illapa,

al sentir la ausencia de su risa,

descubrió algo peor que los celos:

el miedo a dejar de ser amado,

el miedo profundo

de quedarse solo.

 

Rogó, suplicó, se humilló para que ella volviera.

Quería matar al infeliz,

pero no podía:

respetaba su orgullo de guerrero

y sabía que de él no era la culpa.

 

Por eso prolongó el invierno.

Cubrió de nieve la quebrada donde ella renacía.

La kantuta no brotó.

Y lentamente,

la muchacha empezó a marchitarse,

como si su sombra se deshilara bajo la luna.

 

El joven, al verla desvanecerse,

juró arrancarle una primavera al mismo cielo.

Subió al Nevado de Cachi,

donde la Pachamama guarda el pulso de la vida.

Allí lo esperó el toro de astas doradas,

guardián del umbral,

respirando nubes heladas.

 

Lucharon:

el hielo contra la sangre,

el trueno contra el latido.

el cuerno atravesó el torso,

su lanza le lastimó una pata

Y cuando por fin el joven

pudo derribarlo sin matarlo,

la Madre se dignó a escuchar.

 

No pidió gloria.

No pidió venganza.

Solo murmuró, casi rompiéndose:

“Revive la kantuta…

solo una.

Déjala nacer aunque sea por un día.

Si ella vive,

mi amor vivirá”.

 

La Pachamama se inclinó.

El suelo respiró.

Y una única flor

abrió su corona rojiza

como un suspiro recién creado.

 

La luz volvió a la muchacha.

Su piel dejó de deshacerse.

Sus ojos temblaron, renacidos.

 

Pero el trueno escuchó.

 

Illapa cayó desde el cielo

con su furia sin consuelo,

hiriendo la nieve,

partiendo el viento en dos.

 

“¿Renaces por otro?”

rugió.

“¿Te atreves a olvidar mis siglos?”

 

Y sin esperar respuesta,

lanzó un rayo.

Un rayo ciego,

hecho más de dolor que de poder.

Un rayo que atravesó al joven

antes de que ella pudiera pronunciar su nombre.

 

El mortal cayó carbonizado,

y ella cayó con él,

sosteniendo la pequeña kantuta

como si allí pudiera guardar su mundo entero.

 

Illapa la tomó en brazos,

temblando de algo

que ni los dioses admiten:

arrepentimiento.

 

Pero ya era tarde.

Ella lloraba como llora la flor

cuando la arrancan antes de tiempo.

 

Entonces,

para no perderla del todo,

Illapa hizo lo único que sabía hacer:

la convirtió en nube.

 

Una nube blanca,

delgada,

siempre al borde del deshilo.

Una nube que lo acompaña

sin poder tocarlo,

sin poder amarlo,

sin poder alejarse.

 

A veces, dicen,

al amanecer,

se ve esa nube descender

hasta la quebrada donde nació la kantuta.

Llora gotas tibias

sobre la flor solitaria.

 

No busca venganza.

No busca al joven.

Solo llora.

 

Porque una nube,

aunque nazca del cielo,

sueña con raíces

que nunca podrá tener.

Llevate gratis una Antología Poética ↓

Recibe el ebook en segundos 50 poemas de 50 poetas distintos




Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.