Se entiende que antes
de que el primer rayo partiera el cielo,
Illapa no caminaba solo.
No era malvado por aquel entonces.
A su lado danzaba ella,
la de los pasos suaves,
la de los ojos que podían apagar una tormenta:
el espíritu antiguo
de la kantuta primera,
su amante eterna,
la única que podía dormir sobre un trueno
sin quemarse el alma.
Juntos giraron siglos,
encendiendo y apagando estaciones
como quien sopla brasas para no sentirse solo.
Illapa hacía todo por ella;
hasta extendió la primavera
para que su amada sonriera más.
Hasta que un día,
en la Quebrada del Cóndor,
ella vio llegar a un joven guerrero inca.
Un mortal.
Un hombre nacido para morir.
Pero cuyos ojos tenían algo
que ni el cielo podía darle:
la promesa
—no de eternidad—
sino de pertenencia.
Ella lo amó.
Amó la fragilidad de su piel,
la rabia que ardía en sus manos,
la sangre que caía de su lanza,
el corazón de montaña
que no sabía retroceder.
E Illapa,
al sentir la ausencia de su risa,
descubrió algo peor que los celos:
el miedo a dejar de ser amado,
el miedo profundo
de quedarse solo.
Rogó, suplicó, se humilló para que ella volviera.
Quería matar al infeliz,
pero no podía:
respetaba su orgullo de guerrero
y sabía que de él no era la culpa.
Por eso prolongó el invierno.
Cubrió de nieve la quebrada donde ella renacía.
La kantuta no brotó.
Y lentamente,
la muchacha empezó a marchitarse,
como si su sombra se deshilara bajo la luna.
El joven, al verla desvanecerse,
juró arrancarle una primavera al mismo cielo.
Subió al Nevado de Cachi,
donde la Pachamama guarda el pulso de la vida.
Allí lo esperó el toro de astas doradas,
guardián del umbral,
respirando nubes heladas.
Lucharon:
el hielo contra la sangre,
el trueno contra el latido.
el cuerno atravesó el torso,
su lanza le lastimó una pata
Y cuando por fin el joven
pudo derribarlo sin matarlo,
la Madre se dignó a escuchar.
No pidió gloria.
No pidió venganza.
Solo murmuró, casi rompiéndose:
“Revive la kantuta…
solo una.
Déjala nacer aunque sea por un día.
Si ella vive,
mi amor vivirá”.
La Pachamama se inclinó.
El suelo respiró.
Y una única flor
abrió su corona rojiza
como un suspiro recién creado.
La luz volvió a la muchacha.
Su piel dejó de deshacerse.
Sus ojos temblaron, renacidos.
Pero el trueno escuchó.
Illapa cayó desde el cielo
con su furia sin consuelo,
hiriendo la nieve,
partiendo el viento en dos.
“¿Renaces por otro?”
rugió.
“¿Te atreves a olvidar mis siglos?”
Y sin esperar respuesta,
lanzó un rayo.
Un rayo ciego,
hecho más de dolor que de poder.
Un rayo que atravesó al joven
antes de que ella pudiera pronunciar su nombre.
El mortal cayó carbonizado,
y ella cayó con él,
sosteniendo la pequeña kantuta
como si allí pudiera guardar su mundo entero.
Illapa la tomó en brazos,
temblando de algo
que ni los dioses admiten:
arrepentimiento.
Pero ya era tarde.
Ella lloraba como llora la flor
cuando la arrancan antes de tiempo.
Entonces,
para no perderla del todo,
Illapa hizo lo único que sabía hacer:
la convirtió en nube.
Una nube blanca,
delgada,
siempre al borde del deshilo.
Una nube que lo acompaña
sin poder tocarlo,
sin poder amarlo,
sin poder alejarse.
A veces, dicen,
al amanecer,
se ve esa nube descender
hasta la quebrada donde nació la kantuta.
Llora gotas tibias
sobre la flor solitaria.
No busca venganza.
No busca al joven.
Solo llora.
Porque una nube,
aunque nazca del cielo,
sueña con raíces
que nunca podrá tener.