LA VEJEZ, ESA LUZ QUE SE DESDOBLA

JUSTO ALDÚ

La vejez llega despacio,

como un gato sabio que conoce

cada sombra del pasillo

y decide recostarse justo

en el recuerdo que más duele.

 

Viene con su tacto frío

y su ternura torpe,

deshilando el calendario

hasta dejarlo en puro eco,

un tambor suave

que late donde antes hubo fuego.

 

Hay días en que se sienta a mi mesa

y revuelve la taza del café

para mostrarme que el tiempo

no se acaba:

solo cambia de color,

a veces ámbar,

a veces humo,

a veces un murmullo

que se aferra a los rincones.

 

La vejez no pide permiso;

abre cajones,

saca fotos,

reordena mi voz

hasta volverla más lenta,

pero también más honda,

como un río que aprendió

a no desbordarse.

Y, sin embargo,

en su rumor de madera antigua,

hay una enseñanza:

que el cuerpo se arruga, sí,

pero el alma —caprichosa y luminosa—

sigue creciendo hacia arriba,

tronco que insiste,

rama que aún busca cielo.

 

A veces me sorprende

esa calma de tormenta extinguida

que me deja en la piel;

como si la vida,

esa artista impredecible,

hubiese decidido firmar su obra

justo cuando yo pensé

que ya no quedaba lienzo.

 

Y así camino,

con mis grietas,

con mi música lenta,

con la memoria que a ratos cojea

pero siempre vuelve a casa.

 

La vejez no es un final.

Es una lámpara que parpadea

pero nunca muere.

Una última claridad

que aún me dice:

“mira bien…

todavía queda belleza por nombrar”.

 

JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025

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