Ese día la ciudad parecía una acuarela lavada: gris en las fachadas, gris en el cielo, gris en la respiración. Me desperté con un peso que no tenía nombre y lo llevé conmigo como quien arrastra ropa húmeda por la casa. Pensé en todo: en palabras dichas a la ligera, en silencios que se alargan, en gestos que se interpretan como abandono. Pensé en mi forma de ser como si fuera un objeto defectuoso que hace ruido y asusta a los demás.
La cabeza dejó de ser un monólogo y se convirtió en dos voces que discutían en mi interior. Una dijo, sin brusquedad pero sin tregua: —Deja de ser así.
La otra, más confusa, pidió pruebas: —¿Así cómo?
—Tu forma de pensar, esa que vuelva las cosas pequeñas en tormentas, te alejará de quienes aún permanecen a tu lado —contestó la primera, con una certeza que sonaba ajena pero familiar.
Me fui enredando en respuestas que ya no me pertenecían. Pensé en cambiar, en adelgazar mis bordes, en volverme más aceptable. Y la pregunta inevitable: si cambiara, ¿sería el mismo? ¿seguirían respetándome? La voz, esa que parecía conocerme más de lo que yo me conocía, murmuró: —El respeto que nombras es el eco del cariño que aún queda por ahí, no una promesa inmutable.
No supe cómo defenderme. La casa empezó a sentirse demasiado pequeña, como si las paredes presionaran recuerdos y deseos hasta hacerlos irreconocibles. Me levanté en silencio, crucé la habitación con la sensación de que mi cuerpo ya sabía el camino antes de mi voluntad. Abrí el balcón y el aire me recibió frío, expectante, como un público que contiene el aliento.
Me dejé caer como quien cede a una costumbre fatal; no fue un arrebato de ira ni un gesto calculado: fue una rendición larga y breve, un instante donde todo se atornilló en el mismo punto. En la caída, la mente fue una película que salta: flashes de voces queridas, una risa, una bofetada de culpa, la pregunta que todo acto convierte en espejo —¿qué has hecho?—. Respondí en voz baja, casi sin fuerza, la verdad más íntima que había guardado: —He querido acabar con mi sufrimiento… y con el de quienes aún me quieren.
El impacto fue una claridad que no pedía permiso. Luego vino el silencio, denso y absoluto; y el color: un rojo que no admitía metáforas. No era un adorno, sino una afirmación cruel, el lenguaje material de una decisión. En ese estricto instante final, como postdata de un acto irreparable, entendí la dimensión de mi elección: no solo el golpe físico, sino el vacío que dejaba, la posibilidad arrancada de enmendar, la comprensión de que algunas acciones no admiten devolución.
Quedó la imagen: la soledad convertida en gesto, la culpa en algo que nadie podría borrar. Y con ella la pregunta muda que persiste en la escena después de que el ruido se apaga: ¿qué se hace con quienes se quedan?
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Autor:
Mac12 (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 10 de octubre de 2025 a las 13:25
- Categoría: Triste
- Lecturas: 8
- Usuarios favoritos de este poema: ElidethAbreu, El ala de la abeja, Mauro Enrique Lopez Z.
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