"Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores.
Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas."
El Túnel, Ernesto Sábato
El amanecer cayó sobre el hospital como una luz enferma. Los pasillos olían a desinfectante y sueño mal dormido. El primer cuerpo fue hallado en la sala de descanso: un enfermero recostado en su silla, con la taza aún tibia entre los dedos. Parecía dormido, pero su respiración no regresaba. A los pocos minutos, dos médicos más se desplomaron en la estación central. El silencio que siguió no fue de alarma inmediata, sino de confusión; el tipo de calma que antecede al horror cuando aún no hay nombre para lo que ocurre.
En menos de una hora, el hospital entero era una coreografía del pánico. La gente caía sobre los azulejos como hojas enfermas. Los llamados de emergencia se cruzaban por los altavoces: “Código azul en terapia”, “personal inconsciente en cafetería”, “sección C bajo cuarentena”. Nadie entendía nada. Algunos creyeron en un virus, otros en una intoxicación colectiva. La dirección del hospital, paralizada, ordenó el cierre de acceso.
Entraron los equipos de bioseguridad: trajes herméticos, respiradores, luces blancas que hacían del aire una sustancia espesa. Sellaron puertas, levantaron muestras, fotografiaron tazas aún humeantes. El hospital parecía desvanecerse, no solo por la muerte, sino por el miedo: las salas se vaciaban, los relojes seguían andando, pero el tiempo ya no servía para medir la cordura.
En el laboratorio, los resultados llegaron con una precisión cruel. Fentanilo. Dosis imposibles para el cuerpo humano. Analizaron las máquinas, los residuos, las tuberías. Y allí, entre la basura de turno, los viales vacíos contaron la historia completa. Las huellas estaban claras, nítidas, como una firma arrogante: Donald Márquez.
Mientras tanto, en la cárcel, el mundo seguía su rutina sucia de ecos metálicos. Donald había sido devuelto a su celda original, la misma que compartía con aquel hombre que, días antes, se burlaba de su calma. Las burlas continuaron, igual de torpes, igual de predecibles. Donald las recibió con sonrisa desganada, casi paternal.
—¿Sabes? —le dijo una noche—. Hay cansancios que no se curan ni durmiendo.
El otro rio, golpeó la litera, siguió hablando hasta que la voz se le volvió un murmullo.
A la mañana siguiente, los guardias abrieron la celda. Uno de los dos respiraba. El otro, no.
Donald, sentado al borde de su cama, miró al cadáver con la ternura del artesano que observa su obra terminada.
—Oh, estaba muy cansado —dijo con voz amable—. Creo que necesita dormir.
El parte médico confirmó lo evidente: asfixia. Sin señales de lucha. Sin gritos. Solo un silencio metódico.
Horas más tarde, el informe del hospital llegó al despacho del jefe policial y a las redacciones de todos los noticieros. Los titulares ardieron:
“Misteriosa intoxicación masiva en hospital psiquiátrico. Paciente vinculado al caso Donald Márquez”.
La imagen de Donald apareció en pantalla. Mismo rostro sereno, misma mirada imposible de clasificar. En la cárcel, los internos se amontonaban frente al televisor del pabellón. Donald observó su propio rostro y sonrió, no por vanidad, sino por comprensión: la ciudad había vuelto a pronunciar su nombre con la devoción de un mito.
El eco de su risa se perdió en los pasillos húmedos, rebotó contra los barrotes y salió, invisible, a mezclarse con la noche.
Había vuelto a ganar.
JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025
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Autor:
JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (
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- Publicado: 5 de octubre de 2025 a las 07:11
- Comentario del autor sobre el poema: Este nuevo tramo de la historia mantiene esa atmósfera asfixiante que convierte a Donald en algo más que un personaje: en una sombra que se expande donde quiera que esté. El hospital, con sus cuerpos cayendo como hojas enfermas, se convierte en un escenario casi apocalíptico, y la precisión con que el fentanilo revela su firma convierte su crimen en arte calculado. En paralelo, la celda lo muestra como un demiurgo sereno, que domina la vida y la muerte con un gesto paternal. El contraste entre la histeria colectiva y la calma de Donald refuerza su condición de mito oscuro, de espectro que se alimenta del miedo social. El cierre, con la ciudad pronunciando su nombre como si fuera un ritual, confirma que ya no es un hombre: es la encarnación de una leyenda perversa que se perpetúa en cada eco de su risa. Espero que para mis lectores sea un relato perturbador y fascinante, abierto al vértigo de lo que vendrá. El próximo será el desenlace final. Que pasen un buen día y por favor revisen la cafetera. Saludos.
- Categoría: Sin clasificar
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Comentarios6
El eco de su risa se perdió en los pasillos húmedos, rebotó contra los barrotes y salió, invisible, a mezclarse con la noche.
Había vuelto a ganar.
Hola Justo...
Creo que dentro de sus propios mundos, siempre vuelven a ganar!
Ten un buen domingo.
Un abrazo.
Luis.
Muchas gracias Luis por tu visita, lectura y comentario. Que pases un buen domingo también. Yo aquí ni café tengo, voy a bajar.
Saludos.
Cuídate!
Donald Márquez. Muy inteligente . Estoy empezando a pensar que creía ayudar a sus víctimas enviándoles a otra realidad. No sé si por vanidad, por piedad, por ambas…
Me recuerda a alguien que decìa: “quien ríe último, rìe mejor”.
Inquietante tu relato, Justo. Espero el siguiente capítulo.
Saludos.
Muchas gracias Nelaery por tu lectura y comentario. Esos perturbados mentales son así. Hoy es el desenlace.
Saludos.
Muchas gracias, Justo. Esperando el desenlace.
Saludos
Todo un Ángel de la muerte.
Muy buen trabajo Aldo.
Un abrazo.
Muchas gracias por tu lectura y comentario amigo. Hoy es el final de la saga.
Saludos
asi es la historia poeta perturbadora
gracias por compartir
besos besos
MISHA
lg
Muchas gracias MISHA por tu lectura y comentario. Ya el hombre tiene un montón de muertes encima, enfermeros, doctores y su compañero reo. Inquietante el caballero eh?.
Saludos
PD. Hoy es el desenlace.
Hummm
Amigo Justo,
Donald Márquez: apología del umbral
No hay violencia en su gesto,
solo el cálculo preciso
de quien ha comprendido
que matar no es alterar el mundo,
sino ordenarlo de otro modo.
Donald no ejecuta:
suspende.
No mata cuerpos,
sino presencias.
Cada movimiento suyo
desintegra lo evidente.
Una taza humeante basta
para desactivar el ser.
El hospital no cayó:
fue desactivado,
como un lenguaje que, al agotarse,
ya no puede nombrar el dolor.
Los pasillos olían a vigilia y a cloro,
pero también a una certeza antigua:
la conciencia se duerme
cuando el mal es razonable.
Donald sonríe sin triunfo.
Sabe que la moral es
un sistema de signos convencionales,
y que la piedad puede ser
una forma de opresión.
En la cárcel,
no hay arrepentimiento:
solo claridad.
La ciudad lo ha hecho idea,
y toda idea,
si persiste, se vuelve doctrina.
No hay alaridos.
No hay defensa.
Solo cuerpos que se entregan al sueño
como quien renuncia
a la ficción de la vigilia.
Y mientras los medios arden
en busca de culpabilidad,
Donald se sienta al borde de la cama,
como quien ha desmontado el mecanismo del mundo,
y musita al vacío:
—Ya no es necesario sufrir.
Puede dormir.
Gracias . Genial.
Un abrazo,
-LOURDES
Querida Lourdes:
Tu lectura-poema es una pieza de bisturí: corta donde duele y revela el pulso exacto de Donald sin juzgarlo, como si lo observaras desde el mismo umbral que él habita entre la razón y la locura. Me ha fascinado cómo conviertes el acto violento en una suspensión ontológica, una especie de silencio que desactiva la realidad. Esa línea —*“la conciencia se duerme cuando el mal es razonable”*— es un hallazgo magistral, casi una sentencia filosófica sobre nuestra época.
Has entendido a Donald no como un asesino, sino como una grieta en la lógica moral, un espejo del orden enfermo que lo engendró. Tu texto amplía mi relato, lo eleva a reflexión poética, casi teológica, donde matar se vuelve un lenguaje que se extingue. Gracias por ese eco lúcido, inquietante y hermoso.
Un abrazo cómplice,
**Justo Aldú**
Me alegro de que te haya gustado.
Un abrazo,
-LOURDES
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