JUSTO ALDÚ

DONALD, PSICÓPATA O PSICÓTICO (Continuación IV)

\"Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores.

Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas.\"

El Túnel, Ernesto Sábato

 

El amanecer cayó sobre el hospital como una luz enferma. Los pasillos olían a desinfectante y sueño mal dormido. El primer cuerpo fue hallado en la sala de descanso: un enfermero recostado en su silla, con la taza aún tibia entre los dedos. Parecía dormido, pero su respiración no regresaba. A los pocos minutos, dos médicos más se desplomaron en la estación central. El silencio que siguió no fue de alarma inmediata, sino de confusión; el tipo de calma que antecede al horror cuando aún no hay nombre para lo que ocurre.

 

En menos de una hora, el hospital entero era una coreografía del pánico. La gente caía sobre los azulejos como hojas enfermas. Los llamados de emergencia se cruzaban por los altavoces: “Código azul en terapia”, “personal inconsciente en cafetería”, “sección C bajo cuarentena”. Nadie entendía nada. Algunos creyeron en un virus, otros en una intoxicación colectiva. La dirección del hospital, paralizada, ordenó el cierre de acceso.

 

Entraron los equipos de bioseguridad: trajes herméticos, respiradores, luces blancas que hacían del aire una sustancia espesa. Sellaron puertas, levantaron muestras, fotografiaron tazas aún humeantes. El hospital parecía desvanecerse, no solo por la muerte, sino por el miedo: las salas se vaciaban, los relojes seguían andando, pero el tiempo ya no servía para medir la cordura.

 

En el laboratorio, los resultados llegaron con una precisión cruel. Fentanilo. Dosis imposibles para el cuerpo humano. Analizaron las máquinas, los residuos, las tuberías. Y allí, entre la basura de turno, los viales vacíos contaron la historia completa. Las huellas estaban claras, nítidas, como una firma arrogante: Donald Márquez.

 

Mientras tanto, en la cárcel, el mundo seguía su rutina sucia de ecos metálicos. Donald había sido devuelto a su celda original, la misma que compartía con aquel hombre que, días antes, se burlaba de su calma. Las burlas continuaron, igual de torpes, igual de predecibles. Donald las recibió con sonrisa desganada, casi paternal.

 

—¿Sabes? —le dijo una noche—. Hay cansancios que no se curan ni durmiendo.

El otro rio, golpeó la litera, siguió hablando hasta que la voz se le volvió un murmullo.

 

A la mañana siguiente, los guardias abrieron la celda. Uno de los dos respiraba. El otro, no.

Donald, sentado al borde de su cama, miró al cadáver con la ternura del artesano que observa su obra terminada.

—Oh, estaba muy cansado —dijo con voz amable—. Creo que necesita dormir.

 

El parte médico confirmó lo evidente: asfixia. Sin señales de lucha. Sin gritos. Solo un silencio metódico.

 

Horas más tarde, el informe del hospital llegó al despacho del jefe policial y a las redacciones de todos los noticieros. Los titulares ardieron:

 

“Misteriosa intoxicación masiva en hospital psiquiátrico. Paciente vinculado al caso Donald Márquez”.

 

La imagen de Donald apareció en pantalla. Mismo rostro sereno, misma mirada imposible de clasificar. En la cárcel, los internos se amontonaban frente al televisor del pabellón. Donald observó su propio rostro y sonrió, no por vanidad, sino por comprensión: la ciudad había vuelto a pronunciar su nombre con la devoción de un mito.

 

El eco de su risa se perdió en los pasillos húmedos, rebotó contra los barrotes y salió, invisible, a mezclarse con la noche.

 

Había vuelto a ganar.

 

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