POR QUÉ DIOS SE HIZO HOMBRE

Alek Hine

“Quod scripsi, scripsi” ("Lo que he escrito, he escrito"

o, de manera más libre: "Lo que he escrito, así se queda").

 

ꟷPoncio Pilato en Ioannem 19:22 (Juan 19:22), Vulgata

 

 

 

Después de hacer el mundo, Dios eterno,

en cuanto mero espíritu,

se hallaba sin su propio medio para

pasar por la experiencia del orgasmo.

Indubitablemente,

había ciertas cosas

ajenas a la ciencia del Altísimo,

allende los confines

del ínsito saber inveterado.

 

Quizás en el principio,

acaso desde antes,

ya era la libido,

arcana, tras el velo del misterio,

sin diáfana expresión aún, recóndita;

una libido un tanto indefinida,

de alguna vaguedad,

y fláccida, por falta de ejercicio.

Podríase decir que aquello era

deseo abstracto, puramente psíquico;

un eros teorético, mental;

por carecer de cuerpo,

aún no realizado en la materia,

en el aspecto fáctico,

en entes sensitivos y tangibles.

Mas era ya libido,

implícita, latente, potencial;

por algo fue que Dios

buscó mudar su arcaica,

monótona y estéril soledad;

llevaba en sus adentros la pulsión,

la fuerza, la causal y la simiente.

Necesitaba, pues, de tierra fértil,

donde la siembra diera sano fruto…

 

Por ende, puso manos a la obra:

Plasmó de arcilla plástica

al hombre primigenio,

Adán, a imagen suya y semejanza,

y le insufló su ruaj, su tibio pneuma,

su hálito vital, por la nariz,

volviéndolo en el acto ser viviente;

y a Eva, la mujer originaria,

ayuda idónea, grácil adjutora,

la modeló de una costilla adánica

durante sueño adámico profundo

en el godible y prístino jardín,

y dioles por mandato

su proliferación,

llegando a vasto número

los hijos y las hijas

(pasados muchos años,

los siglos, los milenios;

pretéritas las mil generaciones)...

 

Y, pues, ubicuo Dios,

de clisos perspicaces,

contemplador de todo,

y quien no puede hacer la vista gorda

(de donde se colige, de pasada,

su espuria omnipotencia),

habiendo a sus criaturas observado

por veces incontables

haciéndose el amor,

cayó en insoslayable situación

de franco voyerismo.

 

A su curiosidad no puso límites

–dejando espacio al germen del anhelo–,

al verles retorcerse cual gusanos,

con muecas sugerentes de dolor,

empero siendo rictus de placer

(placer desconocido para Dios;

se preguntaba qué sentir extraño,

maravillosa sensación fortuita,

casualidad feliz

–por suerte, por chiripa, por azar–,

había Él creado

sin ser consciente de ello).

 

Y, ya que en la visión

incúbase el deseo

(el paso de la idea a lo sensible),

puesto que de la vista

proviene la codicia y el antojo,

aquel deseo pronto

se hizo manifiesto

(su claro devenir en lo sensual)

por medio de la acción reiterativa;

creció con un vigor irrefrenable,

le fustigó el espíritu con ansia,

cundió en su pensamiento con tal fuerza

que Dios no pudo más con el impulso:

 

En Transfiguración

(en una imagen símil,

empero en un disímbolo contexto,

a como apareciérase a Moisés:

en una zarza en llamas

en la montaña Horeb, su monte santo),

su espíritu invisible como el aire,

ingrávido, sin peso,

tornose portentoso

fulgor de ígneo plasma rubicundo;

se le encendió su rostro

con el ardiente fuego de lascivia.

Su divinal figura

flotaba en la tropósfera,

cerníase en el viento

con inquietud rijosa,

fulgía cual espléndido relámpago,

tonaba como rayo atronador

en una noche lóbrega

de fúrica tormenta.

 

Entonces ideó su encarnación…

y se enclaustró, durante nueve meses,

en auspiciosa oscuridad ventral,

en el silencio intrínseco

de la matriz hospitalaria y cálida

de juvenil doncella.

Se humanizó: nació del seno virgen,

creció, se hizo hombre

y conoció mujer.

 

(No obstante siendo Amor,

necesitaba Él

sentirlo desde fuera,

de parte de otro ser,

en forma estrecha, íntima,

y qué mejor que fuese

con la pasión fogosa

del vínculo sexual).

 

En su primer encuentro

con esa terra ignota,

el húmedo preámbulo,

con besos saturados de lujuria

–hallándose en el hueco

de su vorace boca

aquella lengua tierna, suave y lúbrica,

sabor de femenil concupiscencia–,

mostrábale a sus ojos interiores

(el otro par, los físicos,

con párpados cerrados)

la prefiguración paradisíaca.

 

Amó con libertad y sin prejuicios,

cubriendo el abanico

de múltiples posturas

que había visto hacer a los humanos,

desde las más sencillas

a más sofisticadas.

 

Llegado el punto culmen de la cópula,

en medio del orgásmico tremor

–fue más que solo un abrimiento óptico;

más, mucho más que una eclosión visual–,

los globos oculares

por poco se le salen de las órbitas,

y se nombró a sí mismo

(¿en su visión beatífica?)

con suma exaltación:

“¡Oh, Dios! ¡Oh, cielos! ¡¡¡Dios!!!”.

El asombroso clímax

le fue cual secundaria creación;

¡big bang! desde sus gónadas divinas;

una explosión de cósmicos gametos;

un “¡Hágase la luz!” en modo tácito,

sin logos, sin explícitas palabras;

pero también un bello apocalipsis

(de acuerdo a su raíz etimológica),

revelación legítima;

una imprevista y clara epifanía.

 

Los ojos se le abrieron de repente

(a lo que para Él estaba oculto;

el novedoso éxtasi

le reveló su Edén)

y vio que aquello era incomparable,

incomparablemente bueno, y más…

y más que bueno, excelso,

de tal excelsitud

que sin dudar ni un ápice,

en su primera vez con una fémina,

llevado por el rapto

de voluptuosidad,

sacó la venerable conclusión

–rotunda paradoja–

de que no había goce

más bajo y animal y, sin embargo,

más fino, más etéreo, más sublime

que aquel indescriptible de la carne;

grandeza de la química hormonal,

del eros elación,

sagrada comunión entre dos seres,

corpórea oposición complementaria.

 

Aquello era el placer de los placeres,

la cúspide y la suma del deleite

de todos los sentidos:

del tacto la caricia de caricias;

más que agua fresca para el sitibundo,

más que manjar opíparo a la boca,

más que festín al paladar famélico,

más que a los ojos un paraje ameno,

más que al oído arrobadora música,

más que al olfato el aromoso efluvio.

 

Y confirmó, de súbito,

por experiencia propia,

mediante sus entrañas,

en el soberbio lapso asaz efímero

de la culminación,

lo que es vivir el Cielo,

la Gloria, el Paraíso,

la bienaventuranza,

en esta humilde Tierra.

 

Mas una vez no fuele suficiente

y, previo a su regreso a las alturas,

amplió su círculo de gusto erótico:

A causa de su enorme corazón

crecieron sus venéreas relaciones;

se propagó en sus tórridos romances

amando a más mujeres,

a tantas y tantísimas

que superó con creces

las increíbles cifras salomónicas,

volviéndose promiscuo

inevitablemente:

ligero picaflor,

un frívolo y liviano colibrí,

auténtico epicúreo sibarítico,

sin acepción hacer de sus amores

(más de un millar de hembras).

 

Con harta práctica y de modo empírico

siguió en su Paraíso

–por un periodo breve pero intenso–,

aquí, sobre la Tierra,

glorificándose su Santo Espíritu

en la pasión bullente de la carne,

en el volcánico y placible cuerpo,

ya no materia vil, inmundo légamo

–por el origen–, sino

deífico santuario, sacro templo.

 

 

 

 

domingo, 18 de abril de 2021

 

 

 

 

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Comentarios1

  • Joel Torres

    Es el mejor poema que he leido en este portal. Simplemente aplaudo.

    • Alek Hine

      Me siento grandemente honrado; lo recibo como un galardón que no se espera. Gracias. Saludos.



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