Niños salvajes

Íbamos mis vecinos y yo al cementerio, a menudo, durante la siesta.

En casa ya sabían que si estaba ausente, andaba por el camposanto, y se quedaban lo más tranquilos.

Cementerio

Si pudiéramos profanar las tumbas, lo haríamos, pues se hallaba en nuestra naturaleza el hábito salvaje. No éramos más superiores, finalmente, que los gatos monteses.

Pero los panteones estaban a salvo de nuestros propósitos. Las puertas eran no sólo de metal pesado, tenían además enrejados de hierro y cortinas oscuras.

En el interior, los cajones oficiaban de tálamos.

¿Quiénes eran los muertos? ¿A qué cosas y costumbres se dedicaban cuando vivían? ¿Estaban, acaso, en paz?

– No han sido gentes muy amadas por sus parientes – decía yo.

– ¿Por qué dices eso ?- me preguntaba Felicita, que siempre mostraba curiosidad por mis preguntas, pues sospechaba que había en ellas las mentiras a las que deseaba sacudir a la luz del sol.

– Pues está claro. ¿No te das cuenta? – le contestaba.

Entonces les contaba a mis amigos que cuando había entierros, los parientes se desmayaban, se arrancaban mechones de cabellos, amenazaban con dispararse un tiro a la cabeza, bajaban a la fosa abierta, y juraban contra Dios.

En cuántas lápidas dejaban inscripciones que eran para echar lágrimas de fuego: “¡Madre: No te olvidaremos nunca!”. “¡Amado esposo: Vivirás por siempre en el corazón de tu desconsolada esposa!”.

Les hacía pasear a mis amigos, señalando toda esa literatura dramática escrita hace mucho tiempo en las lápidas.

“Pues bien. ¿Qué tenemos junto a estas tumbas sino gatos muertos, floreros vacíos, triste abandono…?” reflexionaba.

Y no hablaba en balde, por cierto. Junto a la estatua de una mujer abandonada al llanto, crecía en abundancia la hiedra, como una segunda cabellera de la obra artística. Una caravana de hormigas entraba por un pequeño orificio de un tronco podrido y venía a salir por la parte trasera del panteón, donde crecían en abundancia los musgos blancos. La rama de una higuera golpeaba, cuando el viento empezaba a soplar, la fotografía enmarcada en bronce de una dama muy joven y muy bella.

– ¿Qué le hace ya a esta difunta su fotografía en la pared del panteón, y el marco precioso, y el lujo de su morada, si nadie la visita? – seguía razonando.

– Y eso, ¿cómo lo sabes? – decía Felicita.

– Pues basta con observar el estado de la construcción. Este sitio, a sola vista muestra que hace años nadie pone un pie aquí. Cuando mueres te quedas solo. Tus parientes se divierten de lo más lindo sin ti. Y si te descuidas ya no te recuerdan. Pero si te recuerdan es para coincidir en que lo mejor que te pudo pasar es que hayas reventado – decía yo, satisfecha, y repitiendo lo que oír decir a mi madre cuando escuchaba sonar las campanas de la iglesia del pueblo.

Mis amigos me miraban felices. Aquella maldad que ellos tenían en algún lugar del pensamiento y que no sabían expresarla, salía muy bien pintada de mi boca. Por lo demás, el escenario del cementerio se prestaba para conversaciones a propósito de olvidos y del mundo infame y cruel.

Pero luego, cansada de mis maldades, me quedaba callaba. Era el tiempo de ellos. Y mientras les oía decir lo suyo, observaba cómo, lánguidamente, la siesta recorría los pasillos del cementerio. Y cómo los cuervos giraban alrededor de una vaca convertida en carroña, en la colina. Y cómo el viento movía el ramaje de los árboles del camposanto trayendo un ruido a alma que corre y se despeña…



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