Andrés Neuman: «Cuanto más oscuro me pongo más traviesa y deseante se siente mi otra parte»

Foto: El Confidencial


La vida como círculos concéntricos. De alguna forma estamos aquí deambulando hacia alguna o ninguna parte, y por mucho que huyamos terminamos regresando al punto de partida. Es decir que, nos guste o no, siempre volvemos al principio, a ese primer llanto, a las primeras palabras. En su última novela, «Fractura» (Alfaguara), Andrés Neuman hace el ejercicio de contar la vida entera de un hombre, desde su infancia hasta su vejez, pero no escoge narrar desde lo que sucede sino desde aquello que nunca tiene lugar. A lo largo de la lectura la muerte y el amor ocupan un lugar preponderante; sobre ello hablamos en esta primera parte de nuestra charla.

 


P—¿Pensás mucho en la muerte?

R—Me pienso mucho desde la muerte, porque creo que la muerte no es un tema. Se puede hablar de la muerte y, de hecho, todas las aproximaciones humanamente posibles a la muerte es más o menos la síntesis de la historia del arte. O sea que no es que no crea que la muerte puede ser un tema o incluso el único tema, sino que lo que me conmueve especialmente más que tematizarlo es escribir desde la conciencia de la muerte, en realidad, pero desde ahí se puede acceder a cualquier cosa: a lo rico que está un helado, a lo necesaria que es una persona para nosotros o a lo importante que es mirar aquí y ahora este paisaje antes de que desaparezca, el paisaje o más probablemente su testigo. Además, sería abrumador e insoportable estar escuchando sobre la muerte, pero tengo la sensación de que cualquier tema aparentemente menor, cualquier anécdota aparentemente ligera, cuando nos conmueve es porque está escrita desde la mortalidad, pero el tema puede ser cualquier otro. Digamos que es un trasfondo necesario para que cualquier palabra adquiera su resonancia precisa.

P—En tus últimos libros trabajás sobre la muerte y la enfermedad como temas casi centrales.

R—Sí, es verdad. Te referís a «Hacerse el muerto»…

P— «Hablar solos»…

R—Y ésta, sí. Sí, es cierto. Claro, son libros donde hay un trabajo con la pérdida pero también con la gestión, con la administración de la pérdida. No tanto contar lo que se va, lo que se muere, lo que se despide, sino ese tiempo suplementario que se abre en nuestra vida una vez que se ha consumado esa pérdida. O sea, bien mirados, creo que son libros más sobre la supervivencia que sobre la muerte. Es decir qué hacer con el después del hueco. Y eso sí me interesa y tiene mucho que ver con la tapa de este libro y con todo el desarrollo metafórico que hay del arte del kintsugi, esa artesanía japonesa mediante la cual se subraya con oro el lugar por donde algo (y añado yo, alguien) se rompió. En lugar de ocultar las grietas, se respetan, se recuerdan y se convierten en señas de identidad. Sí, pienso que son libros sobre la supervivencia porque en «Hacerse el muerto» que también tiene una parte de cuentos cortos y eróticos, porque yo siempre necesito trabajar como respuesta ante todo lo otro oscuro. Cuanto yo más oscuro me pongo más travieso y deseante se siente mi otra parte. Pero si pensamos en ese grupo tanático del que me estás hablando pienso que «Hacerse el muerto» no habla tanto de una madre perdida como de la forma en que la recuerda un hijo, «Hablar solos» no habla tanto del enfermo como del cuidador que se prepara para la pérdida, la vive y se sobrepone a ella después, y ahora en este caso es alguien que debería haber muerto pero no muere, que es una especie de anfibio que transitó todos los caminos para encontrar la muerte, voluntarios y sobre todo accidentales y sin embargo acá sigue y se convierte en una especie de espectro, de fantasma de sí mismo, en la medida en que una parte de él ya es póstuma. Y es algo que me fascinó pensar en el primer cuento de «Hacerse el muerto» que se inspira en un personaje real que es Daniel Mollano, el escritor argentino, compatriota nuestro, que vivió este simulacro de fusilamiento y el resto de su vida lo vivió como recordando aquel tiempo en el que estaba completamente vivo.

P— «El fusilado»

R—A Moyano lo pusieron en un paredón, hicieron toda la escenografía y él creyó que estaba siendo fusilado. Y la pregunta sería ¿de verdad no lo mataron? Y sobre todo, una vez que él huyó de allí e inauguró otra vida, ¿qué clase de relación con la inmortalidad se inauguró en su conciencia? Y aquí, lo mismo. El personaje de la novela es totalmente imaginario, pero se me ocurrió investigando en las vidas asombrosas de las pocas decenas de dobles supervivientes de ambas bombas que las autoridades japonesas han reconocido oficialmente. O sea, gente que tuvo la peor mala suerte del mundo o la mejor buena suerte de la historia, que consistió en estar el 6 de agosto de 1945 en Hiroshima y el 9 de agosto, tres días después, en Nagasaki, y haber sobrevivido a las dos bombas, y uno de ellos, morir con casi cien años. Murió todo el mundo menos él. Y dos veces. Entonces yo me preguntaba, ¿no habrá fantaseado este hombre con que de tanto perder había perdido también su forma de morir?

P—Y este es uno de los sentimientos-pensamientos que tiene el protagonista de forma reincidente.

R—Claro, cuando alguien está rodeado de pérdida se le agudiza su sensación mortal por un lado, sin duda, pero por otra hay una especie de sensación ya póstuma, como si se despertase algo vampírico, anfibio, no del todo humano o una versión más extraña de lo humano. Entonces, bueno, me interesaba indagar en eso. Al fin y al cabo pienso que es un desarrollo alegórico de lo que nos pasa a todos cuando somos niños y descubrimos que nosotros también moriremos.

P—Igual como el trauma es tan profundo, es como si ese niño interior estuviese mucho más presente…

R—Creo que sí, y creo que en realidad mucho de lo que escribimos, de lo que amamos, o de lo que cantamos, bailamos, dibujamos, son maneras de sobreponernos al hallazgo elemental, obvio, pero totalmente inaceptable que en algún momento de nuestra infancia nos sobreviene cuando nos damos cuenta de que la muerte no es en tercera persona sino en primera. Y creo que todo el resto de nuestra vida es una forma de tratar de digerir esta idea pero sobre todo de tratar de hacer algo vital y placentero con esa certeza. Yo en absoluto creo que la muerte merezca un tono fúnebre, lo que merece es una acción vitalista y hedonista a la altura de la oscuridad de ese hallazgo. Sino sería redundante: el tono fúnebre para afrontar la muerte me parece redundante e innecesario.

P—Y ya que hablas de tono. En tu novela «Hablar solos» el tono es mucho más dramático y casi no hay humor…

R—Hay humor creo, cuando lo hay, negro, un humor bastante oscuro, pero está por eso también el contrapunto lúdico del niño, Lito, que vive jugando en el lugar y en el momento inoportuno, entonces creo que en el ecosistema de la novela sí hay distintos tonos, aunque algunos de los personajes sean oscuros.

P—¿Y qué exigencia supuso esta novela en comparación con «Hablar solos» para introducir de forma más clara la ironía y la amenidad? Porque la diferencia que veo en ambas es que en ésta hay muchos momentos en los que una larga la carcajada y en la otra no me pasó.

R—Sí, sí, te entiendo. Tal vez tenga que ver con que el seguimiento de la historia en esta novela, que fue lo que más placer me dio, y ojalá que eso se transmita a los lectores: es el seguimiento de una vida entera. En «Hablar solos» el trance de la pérdida ocurre casi en tiempo real y está muy reciente. «Hablar solos» narra las primeras fases del duelo, aquí en cambio disponía de la memoria de una vida entera para afrontar esto, entonces me interesaba contar las distintas actitudes que todos mantenemos a lo largo de la vida con respecto a los mismos problemas. Una pérdida puede primero llevarnos a la negación, la omisión, después al drama absoluto, y después aprendemos a reírnos de nuevo. Cuando perdí a mi madre mencionarla al principio era revivir la tragedia. Y ahora, diez años después, en mi familia la invocamos casi siempre riéndonos. Tendemos a recordar lo más gracioso y lo más agradable. Y entonces, bueno, en la novela había un intento de ver cómo alguien atraviesa las muy distintas fases respecto a los problemas de su memoria pero también con respecto al propio amor. O sea, que ese recorrido vital desde la infancia a la vejez de un personaje propició que pudiera hacerme una pregunta que a mí me interesa mucho que es ¿cómo es que somos tan misteriosamente capaces de ser personas distintas según quién, cuándo, dónde estemos? ¿de dónde sale esta fantasía que tenemos de refundar nuestro personaje y de empezar de nuevo? Y creo que nuestra capacidad de enamorarnos tiene que ver con ese intento de recomenzar narrativamente nuestra identidad. Y sea o no posible hacerlo, hay un intento. Entonces me interesaba, no solamente contar cuatro historias de amor como hay en esta novela, sino sobre todo cuatro momentos en la vida amorosa de alguien a edades muy distintas. Desde el primer amor de juventud, pasando por la primera convivencia y relación estable, seria, con visión de largo plazo, esa fase tan novelesca y para mí tan interesante que es cuando uno se va a vivir no solamente con la otra persona sino con su pasado, con su mochila (ese momento que de pronto la gente tiene hijos de otras parejas, tiene varias casas, vivió en varios lugares, y uno empieza a cohabitar con todos los fantasmas de la otra persona), hasta llegar a la última fase que a mí me conmueve particularmente porque la he visto en mi padre, que es la del amor otoñal (cuando alguien creía que nunca más iba a amar y ser amado y en el momento menos esperado se produce como una especie de primavera tardía, totalmente imprevista. Y esto le ha ocurrido a mi padre con una mujer viuda de su edad, entonces los dos se han visto sorprendidos por un entusiasmo que me hace ahora mirarlos y sentir que ellos son más jóvenes que yo).

P—¡Qué bonito!

R—Sí, están en una fase de asombro y de entusiasmo y de que no hay tiempo que perder para gozar que digamos cierra el círculo y nos devuelve a sus inicios. Y eso me parece a mí muy seductor narrativamente, poder acompañar a alguien en todas sus fases. Y lo mismo hacen los personajes con respecto a los conflictos no solamente de su memoria íntima sino también colectiva, que cada uno en sus países tiene. Porque en realidad los países se comportan de una forma similar, a veces se acercan a lo innombrable, a sus traumas históricos, en otras fases olvidan y decretan un cierto silencio. Hay un cierto elástico en la memoria de lo difícil que tienen tanto los estados como sus ciudadanos.

¡No te pierdas aquí la segunda parte!



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