Relato

Angélica Becker

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Naciste sin quererlo.
Tu primer grito pregunta fue, y desafío
a la vida
y esa vida
te contestó con su silencio quedo.
Gris la pared amarga de la niñez entre paredes sin colores,
entre rostros
escasamente dulces, siempre ajenos.
Ay, tu estar primero en esa frágil
madera quebradiza del vivir,
¡cuan doloroso!
Estar primero,
mustio estar en la noche.
Tu madre fue la ausencia de raíces,
tu gran amor, la soledad, la nada.
Sin conocer la luz, tus ojos ciegos,
jamás distinguen entre luz y noche,
y la mudez de aquellos labios fríos que guiaron
tus iniciales vacilantes pasos,
cerraron tus oídos al zumbante
son de la vida alegre, oh alma muda,
oh sordo corazón, sin pluma leve de un ave leve y blanca,
viajera.
Tu grave convivir con esa noche
abrió a tu sentir nocturnas sendas
de turbia y súbita subida al monte turbio
del yo, en el desierto de tu alma.
Cerradas las ventanas y las puertas, se protege
tu vulnerable ser
con sombras de la sombra.
La sola mano amiga que encontraste,
suaves los dedos de pequeño hermano, señero como tú, y
presa
de buitres y cornejas como tú, manjar de hormigas,
te le arrancara el viento del destino.
Buscó tu soledad la compañía
y siempre halló la soledad en compañía, buscando en com-
pañía, soledad.
Volviste a encontrar a tu hermano
en otro rostro, en otro cuerpo suave, y su ternura
fue dulce pasto de esa boca herida.
Mas esa luz tan sólo fue prestada.
Y sueño tan hermoso causó en tu vida acerbas pesadumbres.
Preso de tu sentir, y prisionero
de tu severo corazón sin alas, sufres
y con desdén destierras el dolor cual mala hierba, y sufres.
Hijo de la nocturnidad, engendras noche. Del dolor hijo,
el dolor regalas, suprema nada, nada dolo rosa.
Pero a la vida,
tú das las gracias, pues recibes
de ella un rotundo presente
que, pobre, da su resplandor:
ausencia.

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