Roberto Fernández Retamar

Roberto Fernández Retamar es un respetado poeta nacido en La Habana, Cuba, el 9 de junio del año 1930. En su juventud, mostró diversos intereses intelectuales, dado que se aventuró en el estudio de varias carreras universitarias a simple vista disímiles, aunque todas tenían en común ciertos aspectos artísticos; finalmente, obtuvo el doctorado en Filosofía y Letras. Con el título en la mano, se trasladó a Francia y a Inglaterra financiado por una beca, para poder especializarse y comenzar a explorar su faceta de docente. Por otro lado, ha dirigido dos revistas culturales, así como el Centro de Estudios Martianos, del cual fue asimismo fundador en el año 77. Cabe mencionar también que forma parte de la Academia de la Lengua de su país, que ha incursionado en la política más de una vez y que ha participado como juez de diversas competencias literarias de gran importancia.
Con respecto a su obra, que le ha merecido premios tales como el Latinoamericano de Poesía Rubén Darío, se pueden mencionar los poemarios "Elegía como un himno", "Mi hija mayor va a Buenos Aires" y "Una salva de porvenir", y los ensayos "La poesía contemporánea en Cuba" y "Para una teoría de la literatura hispanoamericana".

Poemas de Roberto Fernández Retamar

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Roberto Fernández Retamar:

Hacia el anochecer

Hacia el anochecer, bajábamos
Por las humildes calles, piedras
Casi en amarga piel, que recorríamos
Dejando caer nuestras risas
Hasta el fondo de su pobreza.
Y el brillo inusitado del amigo
Iluminaba las palabras todas,
Y divisábamos un poco más,
Y el aire se hacía más hondo.

La noche, opulenta de astros,
Cómo estaba clara y serena,
Abierta para nuestras preguntas,
Recorrida, maternal, pura.
Entrábamos a la vida
En alegre, en honda comunión;
Y la muerte tenía su sitio
Como el gran lienzo en que trazábamos
Signos y severas líneas.

Felices los normales

A Antonia Eiriz



Felices los normales, esos seres extraños.
Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,
Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,
Los que no han sido calcinados por un amor devorante,
Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,
Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,
Los satisfechos, los gordos, los lindos,
Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,
Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,
Los flautistas acompañados por ratones,
Los vendedores y sus compradores,
Los caballeros ligeramente sobrehumanos,
Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,
Los delicados, los sensatos, los finos,
Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.
Felices las aves, el estiércol, las piedras.
Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,
Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan
Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos
Que sus padres y más delincuentes que sus hijos
Y más devorados por amores calcinantes.
Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.

Con las mismas manos

Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela.
Llegué casi al amanecer, con las que pensé que serían ropas de trabajo,
Pero los hombres y los muchachos que en sus harapos esperaban
Todavía me dijeron señor.
Están en un caserón a medio derruir,
Con unos cuantos catres y palos: allí pasan las noches
Ahora, en vez de dormir bajo los puentes o en los portales.
Uno sabe leer, y lo mandaron a buscar cuando supieron que yo tenía biblioteca.
(Es alto, luminoso, y usa una barbita en el insolente rostro mulato.)
Pasé por el que será el comedor escolar, hoy sólo señalado por una zapata
Sobre la cual mi amigo traza con su dedo en el aire ventanales y puertas.
Atrás estaban las piedras, y un grupo de muchachos
Las trasladaban en veloces carretillas. Yo pedí una
Y me eché a aprender el trabajo elemental de los hombres elementales.
Luego tuve mi primera pala y tomé el agua silvestre de los trabajadores,
Y, fatigado, pensé en ti, en aquella vez
Que estuviste recogiendo una cosecha hasta que la vista se te nublaba
Como ahora a mí.
¡Qué lejos estábamos de las cosas verdaderas, Amor, qué lejos -como uno de otro-!
La conversación y el almuerzo
Fueron merecidos, y la amistad del pastor.
Hasta hubo una pareja de enamorados
Que se ruborizaban cuando los señalábamos riendo,
Fumando, después del café.
No hay momento
En que no piense en ti.
Hoy quizás más,
Y mientras ayude a construir esta escuela
Con las mismas manos de acariciarte.

A mi amada

En el Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada.
Subió al ómnibus de la mano de su compañero,
Que en la otra mano llevaba una guitarra remendada.
Se sentaron sonrientes en el primer asiento: ella ocultaba su tristeza con un giro
          de sus bellos ojos,
Y él estaba ya proyectando aventuras, cacerías, veladas con música.
Los rodeaban nuevos amigos que aún ignoraban que lo eran:
Iban a empezar a conocerse en un largo viaje,
Cambiando de avión en Madrid, en Roma, hasta llegar a su destino,
Su destino de médicos durante dos años.
Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol,
Para dársela como hacía cuando ella regresaba cada domingo a su beca.
Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa.
Mi amada había de4scendido y me esperaba en la calle.
Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizás tampoco teníamos fuerza.
Regreso a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía.
Sé que lleva en su maletín dos dólares y unos centavos y una novela alucinada.
Confío en que le duren los tres días del viaje.
Luego empezará su otra vida, su otra novela, de médica en África,
De médica en Zambia, adonde mi hija ha marchado,
En el Día de los Enamorados, de la mano de su gallardo compañero de barba
          roja.
–Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti–.
Te espero siempre, amada.

Palacio cotidiano

Yo decía que el mundo era una estrella ardiente,
laberinto de plata, cerrazón con diamante:
y ahora descubro el júbilo de la estancia minúscula,
la vida emocionada del vaso entre mis labios,
más cristalino y claro si el sol se apoya y canta
en sus paredes límpidas. Ahora veo el dorado
temblor que se levanta del pedazo de pan,
y el crujido caliente de su piel. Y me es fácil
entrar en el palacio cotidiano, manual,
de las enredaderas del patio, donde un príncipe
de silencio y de sombra calladamente ordena.

Y es que a esta vivienda que va horadando el tiempo
-la cual es más hogar mientras es más profunda-
tú trajiste la primavera de tu beso;
trajiste tus sonrisas, como una fina lluvia
vista entre los cristales; trajiste ese calor
dulce, para el reposo, para el sueño posible.
Y supe que era bello el mundo aun fuera de ese
centro de perfección: el amoroso palio
del rocío, y el vidrio que calza y rompe el aire.
Yo sentí levantarse un pueblo de pureza
allí donde vivían ayer muebles y hierros.

Como quien abandona las lanzas y destina
sus manos a los árboles, que se vuelven viviendas,
mis ojos, amarrados a relámpagos de oro,
dejo caer ahora sobre la pobre mesa,
sobre la luz medida que ha inundado mi casa,
sobre el silencio y la quietud que la acompañan:
y miran cómo sale un sereno color,
una vida armoniosa y honda de sus cuerpos.

A mis hijas

Hijas: muy poco les he escrito,
y hoy lo hago de prisa.
Quiero decirles
que si también este momento pasa
y puedo estar de nuevo con ustedes,
en el sillón, oyendo el radio,
cómo vamos a reírnos de estas cosas,
de estos versos y de estas botas,
y de la cara que ponían algunos,
y hasta del traje que ahora llevo.

Pero si esto no pasa,
y no hay sillón para estar juntos,
y no vuelven las botas,
sepan que no podía
actuar de otra manera.
Estén contentas de ese nombre
que arrastran como un hilo
por papeles.
Disfruten de estar vivas,
que es cosa linda,
como nosotros lo hemos disfrutado.
Quieran mucho las cosas.
Y recuérdenme alguna vez,
con alegría.