Juan José Vélez Otero

Poemas de Juan José Vélez Otero

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Juan José Vélez Otero:

Mal día

Hoy, como siempre,
puse todas las esperanzas
en que los dioses me fueran favorables.
Hoy que amaneció lloviendo, hoy
sin paraguas, hoy
que alimenté todas las ilusiones.
Hoy que salí acicalado
porque no volvieran a irse de fiesta sin mí.
El presagio empezó a insinuarse, hoy,
cuando puse la radio al levantarme
y apareció una niña cantando
de pata negra. Hoy
que la guerra sigue sin terminar
y el hombre sigue amando
el color de la sangre, la resina del odio,
el hedor de las desdichas. Hoy
el autobús ha pasado dos veces completo.
Hoy la planta carnívora del deseo
ha vuelto a morderme el corazón.
Entré en el supermercado, hoy,
y han vuelto a subirme el whisky.
Hoy me siento más fracasado que nunca,
el cartero ha pasado de largo
y tú no piensas volver. Hoy
paseo de nuevo solo por las calles.
Hoy sigo defendiéndome de mí,
de ti, de la tristeza.
Hoy de nuevo he perdido la partida,
y son las horas muy largas,
y no he leído ni un verso,
y he despistado a las musas, y tengo la sangre quieta.
Hoy ha faltado la alumna que me gusta,
y ha oscurecido pronto,
y he vuelto a casa un poco triste.
Estaba la sala sola, desnuda y fría
y el servicio contestador de Telefónica
me informa de que no tengo mensajes.

No encuentro la razón de esta tristeza

No encuentro la razón de esta tristeza
que viene sigilosa a la ventana,
ni entiendo que en las tardes de domingo
se atreva sin aviso a visitarme,
pasteles bajo el brazo, acicalada
cual fuera un familiar.Es la presencia
estéril de la estatua que no mira.
Se sienta junto a mí. Ante la mesa
las tazas de café sorbe despacio,
las copas de licor que difuminan
la blanca realidad en los espejos.
La oigo musitar sin entenderla,
apenas sin saber que me acompaña
vestida de amarillo y perlas grises
cayéndole hacia el seno perfumado.
Me vierte la resina de su aliento
antiguo en la redoma de las horas
y lléname la sala de humo dulce:
aroma de capilla y de cadalso.
Después me besa fría en las mejillas
y vuelve a los cristales de la noche
colmando de vacío los fragmentos
de vida que conducen a la nada.

La soledad del nómada

La diaria trashumancia del barro,
esta deletérea sensación humana
de saberse nómadas del tiempo
que nos roba la sombra, nos recuerda
la ira de los dioses, la venganza
por el hurto
ancestral del fuego.

Es esto:
caminar sin rumbo hacia el olvido,
sortear las tumbas del deseo
y del fracaso,
compartir la incertidumbre
con las tribus hermanas
oliendo el aire y sus serpientes
lo mismo que una loba.

Nada más solitario que el hombre
y su condición de hombre
fugaz y trashumante
que pasa las tardes mirando las veletas.

Nada más solo
que un poblador del desierto
necesitado y áspero.

Observa, y no lo pienses,
cómo te excluyen los planetas.

Van llegando al estanque las últimas palomas
mientras tiendes los brazos a la noche
en atávico rito de estrellas incipientes.

Mas ya nada te salva.

No hay más remedio, tú eliges:
Nietzsche, el alcohol, la demencia, el suicidio.

Carta de otoño

Hoy te escribo porque sé que estás sola
y oyes la radio en una habitación
sin vistas al mar y lees libros
que leíste hace tiempo.
Porque sientes
como si fuera a llegar la noche de inmediato,
la inquietud de una tarde de espera
en la aséptica sala de un dentista.
Hoy te escribo porque sé que estás sola

y se han roto tus sueños,
y tus mitos murieron,
y la tarde está fría y no hay nadie en la calle.

Y menuda miseria asumir los errores
y los golpes al aire, el olor del fracaso,
las arrugas del tiempo y los días perdidos.

Trazas en el espejo
con el lápiz de labios el mapa
trashumante de la vida y lo vuelves
a borrar por retomar de nuevo
el mismo camino que reiniciaste
mil veces. Con el lápiz de labios.

Quién conoce la senda que buscaste,
quién tiene
en la mano la llave que perdiste
muchacha de vaqueros y suéter.

El mar sigue rompiendo en la orilla,
en la misma orilla
por donde andabas descalza
y mirabas –pezones agraces
y alma incendiada-
al horizonte y la bruma.

Hoy te escribo un poema
que tal vez nunca leas,
que tal vez nunca llegue a tu cuarto de humo
donde suena la radio
esta tarde de otoño.

La campana toca a muerto

A Manuel Núñez Rguez.
In memoriam.



A muerto, la campana toca a muerto.
Ha muerto con la tarde y sin billete
de vuelta. Beberá pronto del Lete
cubierto de serrín y pez, cubierto.

Navega el ataúd destino a un puerto
de sombras, carne muerta en el grumete;
golpea hacia el vacío triste ariete,
golpea hacia la nada, en el desierto.

La vida en su destino es el destierro
salvaje, culminado cual si fuera
un baile de relojes el entierro.

Callado funeral de nieve y cera,
qué golpe de azahar, de flor y hierro
morir naciendo ya la primavera.

A veces el mar

A VECES EL MAR TIENE un extraño sosiego
que las aves imitan, una incierta conciencia
de la vida que pasa inútilmente bella,
hermosamente vana, calladamente quieta.
Es el mudo deseo de ser hoja en la brisa
lo que emulan las aves. A veces el mar tiene
una cierta tristeza que las aves imitan,
el rotundo vacío de un poniente sin ecos
de veranos antiguos. Es la blanca nostalgia
de la infancia sin prisas lo que emulan las aves.
A veces el mar tiene las ventanas abiertas
y el batir de visillos que las aves imitan,
un aroma de fruta otoñal y madura
en el cesto dormido. Es el lento destino
en espejos de agua lo que emulan las aves.
A veces el mar tiene reflejos de mis alas.