Javier del Granado

Javier del Granado, también conocido por su primer nombre, Francisco, fue un gran poeta de origen boliviano, nacido el 27 de febrero del año 1913 y fallecido el 15 de mayo de 1996. La literatura fue una suerte de herencia para él, dado que no fue el primero en cultivarla en su familia, la cual por otro lado gozaba de los privilegios típicos de la aristocracia a la que pertenecían. Cabe mencionar que fue afortunado de haber sido criado en un entorno rural, rodeado de plantas y animales, lo cual definió no sólo su personalidad como escritor, ya que la presencia de elementos naturales en sus obras es más frecuente que su ausencia, sino su interés por la vida y el respeto por las demás culturas. Sus poemas "La selva" y "El médico de la aldea" son claras muestras de lo anteriormente expuesto.
Por su obra, Granado ha sido premiado en numerosas ocasiones, tanto a nivel nacional como internacional y su patria lo recuerda con muchísimo respeto. Entre sus poemarios, publicados desde el año 1939 y a lo largo de cinco décadas, destacan "Rosas pálidas", "La parábola del águila", "Antología poética de la flor natural" y "Canto al paisaje de Bolivia".

Poemas de Javier del Granado

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Javier del Granado:

El horno

Combando el cielo en olorosa tierra
alza su nido el laborioso hornero,
que convierte las pajas en lucero,
y en miel, el barro que su pico aferra.

Por eso el hombre que en su ser encierra
todo el saber del universo entero,
con gran acierto lo imitó al hornero,
y horneó en el horno, el trigo de la sierra.

Bendice Dios, la casa en que se amasa,
y en el hogar hay un calor de nido,
si a cada niño se le da su hogaza.

Y si Natalio brinda a su familia
pascual cordero y pan recién cocido,
¡canta el horno en campanas de vigilia!

La vicuña

Esbelta y ágil la gentil vicuña
rauda atraviesa por la hirsuta loma,
y en su nervioso remo de paloma,
las graníticas rocas apezuña.

El sol de gemas, en su disco acuña,
la testa erguida que al abismo asoma,
y en sus pupilas de obsidiana doma
la catarata que el alfanje empuña.

Su grácil cuello como un signo alarga,
interrogando ansiosa a la llanura,
y envuelta en el fragor de una descarga,
huye veloz por el abrupto monte
y se pierde rumiando su amargura,
como un dardo a través del horizonte.

La leyenda de El Dorado

Bajo el ardiente luminar del trópico,
como el hidalgo Caballero Andante,
jinete en ilusorio rocinante,
sueña don Ñuflo con un país utópico.

En la pupila azul de un lago hipnótico,
ve una ciudad de mármol relumbrante,
almenas de ónix, fuentes de brillante,
y aves canoras de plumaje exótico.

Ve al augusto Paitití en su palacio,
y a caimanes con ojos de esmeralda,
custodiando sus puertas de topacio.

Turba su mente el colosal tesoro.
y en los oleajes de la fronda gualda,
el sol incendia la Leyenda de Oro.

El lago

Sobre el terso cristal de malaquita
que aprisiona el soberbio panorama,
el carcaj de la aurora se derrama
y el bridón de los Andes se encabrita.

Su ala de nieve la leyenda agita,
muerde las islas una roja llama,
y de la ola el sonoro pentagrama
el hachazo del viento decapita.

Sofrena el sol su cuadriga en el Lago,
salpicando de lumbre los neveros,
y en el lomo de fuego del endriago.

Emergen de la bruma del pasado,
la sombra de los Incas y guerreros,
bajo el palio de un cielo constelado.

El valle

Embozado en su poncho de alborada,
la lluvia de oro el sembrador apura,
y el cielo escarcha la pupila oscura
del buey que yergue su cerviz lunada.

Bajo el radiante luminar caldeada,
de agua clara, la tierra se satura,
y la mano del viento en la llanura,
riza de sol la glauca marejada.

Cuaja el otoño las espigas de oro,
y las mocitas en alada ronda
vuelcan su risa en manantial sonoro.

Se curva el indio y en su mano acuna
de un haz de mieses la cabeza blonda,
que siega la guadaña de la luna.

La montaña

Flagela el rayo la erizada cumbre,
el huracán en sus aristas choca,
y arranca airado con la mano loca
su helada barba de encrespado alumbre.

Rueda irisado de bermeja lumbre
el turbión que en cascada se disloca,
y hunde a combazos la ventruda roca,
para que el oro en su oquedad relumbre.

Bate el cóndor tajantes cimitarras
y arremetiendo al viento de la puna,
estruja al rayo en sus sangrientas garras.

Reverberan de nieve las pucaras,
y soplando el pututo de la luna
se yerguen en la cima los aimaras.